“Dime todo lo que has oído, y lo que crees que significa”.
Eso es lo que le podría haber pedido Gene Kelly a James Steward,
si éste último, en su papel de Jeff en La ventana
indiscreta, de Alfred Hitchcock (1954), hubiera sustituido
su atención visual obsesiva a lo que ocurría en el
patio de vecinos de su casa, por una expectación auditiva.
Su objeto hubiera sido, dado el caso, intentar sonsacar qué
de argumentalmente estructurado se podía seleccionar de lo
que en lugar de una amalgama casi magmática de impresiones
glaúquicas —fogonazos de acción humana visible
sin conexión entre sí—, hubiera supuesto una
especie de masa sonora apenas diferenciable, que, en función
de las horas del día, podría pasar de un murmullo
apenas perceptible de microsonidos, salpicados de pequeñas
erupciones sonoras, a un clamor cognitivamente indescifrable, una
barahúnda de señales de origen incierto y valor desconocido.
Esa imagen, la de un mirón que sólo escucha, nos
podría servir para ilustrar una premisa a asumir de entrada:
no oímos sonidos, sino silencios, o mejor dicho pausas o
intervalos vacíos que distancian entre sí los sonidos
y nos permiten distinguirlos y asignarles naturaleza. Dicho de otro
modo, no oímos sonidos, sino relaciones entre sonidos. Una
forma como otra cualquiera de recordarnos hasta qué punto
los sonidos —incluso aquellos que catalogamos como “ruidos”—
hacen sociedad entre ellos y sólo pueden entenderse en tanto
un código —inevitablemente cultural— los ordena
y jerarquiza o los ignora. Eso es así tanto si las percepciones
acústicas corresponden a la comunicación entre personas
o proceden de ese mundo que también nos habla, por mucho
que no le queramos responder. Tanto si se les atribuya o busque
sentido como si pertenecen a ese pozo ciego al que van a parar las
anomias sonoras, los parásitos, lo irrelevante; tanto si
nos causan placer, como si nos resultan molestos, amenazantes o
nos delatan; tanto si vehiculan el fluido de las informaciones como
si lo obstruyen u obstaculizan.
No existe, es cierto, apenas una ciencia social sónica,
como tampoco se ha realizado en el campo de la audición —ni
en ningún otro— aquel apremio a una etnografía
de las cualidades sensibles que apuntaba Lévi-Strauss en
sus Mitológicas. Pero ello no implica que no se
sea consciente del papel central que juega nuestro poner oído
a lo que sucede de significativo a nuestro alrededor y que no se
expresa sino mediante sonoridades, aquello que Mohammed Boubezari
(2003: 41) llama “la cultural sonora
ordinaria”. Los ejemplos podrían tomarse de aquí
y de allá, del arte y de la literatura, y también
de la misma antropología. Por citar una muestra cercana,
piénsese en la manera como Lluís Mallart, en la introducción
de su libro sobre los evuzok de Camerún, menciona el ruido
de las motocicletas de los adolescentes de Sarrià como una
suerte de venganza que se toman contra aquellos que les privaron
del derecho al espacio público cuando eran niños (Mallart
2004: 11).
Pero antes de tal constatación ya las fuentes estéticas
eran numerosas. Recuérdese la secuencia de The Clock,
una de las primeras películas de Vincente Minelli (1948),
en que Judy Garland y Robert Walker pasean por el Hyde Park de Nueva
York de noche, luego de haberse conocido casualmente en una estación.
El muchacho llama la atención sobre el silencio que parece
reinar en el lugar. La protagonista le desmiente de inmediato y
le invita a prestar atención a los sonidos urbanos que llegan
desde lejos —los cláxones de los coches, las sirenas
de los barcos, voces de gente distante—, que se van configurando
entre sí hasta transformase en una melodía y en la
señal que le indica a él que ha llegado el momento
de un primer beso. O Breve encuentro, esa joya precoz de
David Lean (1946), en esa escena en que Cecile Johnson, que ha visto
partir a su amado y ha quedado a solas con una impertinente amiga
que ha aparecido en escena inoportunamente, parece escuchar la anodina
perorata de ésta, cuando sólo tiene oídos para
el silbido del tren en que Trevord Howard, él, se aleja.
O Virgina Woolf, que hacía, en La señora Dalloway,
que el sonido de una ambulancia que cruzaba velozmente Tottenham
Court Road despertara de pronto a Peter Walsh de sus ensoñaciones
para hacerle descubrir que allí, en pleno Londres, en aquel
momento, se estaba produciendo una de aquellas oportunidades en
que “las cosas se juntaban” (Woolf 1993:
162-163). Como era también una ambulancia al pasar la que
inspiraba un poema de Jorge Guillén:
De súbito,
dominando una masa de Ciudad
en calor de gentío,
surge con atropello
clamante, suplicante,
gimiente
desgarrándolo todo,
la terrible sirena.
¿Qué, qué ocurre?
¿Quién está agonizando,
muy cerca de nosotros, ahora mismo?
La sirena se arroja,
va tras la salvación,
con apremiante angustia
se impone.
Pasa
hiriendo el minuto:
Alarido brutal que nos concierne.
Pide atención a todos sin demora,
y un dolor invasor ocupa el ámbito
de la calle, del hombre, de ti, de mí ...
En efecto —y Win Wenders demostró que lo entendía
muy bien, a través de ese técnico de sonido que pasa
su tiempo grabando ecos por las calles de Lisboa en Lisboa Story
(1985)— si es pertinente en cualquier contexto el énfasis
en la dimensión acústica del estar juntos humano,
lo resulta todavía más cuando nos referimos a ambientes
urbanos, en los que la exuberancia y la intensidad de los materiales
sonoros podrían suscitar la impresión de que se ha
producido un nivel ya ininteligible de saturación. Bien al
contrario, es en las ciudades y en especial en sus calles donde
más adecuadas se antojan las analogías sónicas,
puesto que en verdad la ciudad constituye, en efecto —y evocando
el título de una célebre película de Walter
Ruttmann—, una sinfonía. Es ahí, en
el trajín de la vida pública urbana donde parecería
más importante asegurar las sintonías en
la comunicación persona-persona, amenazadas por todo tipo
de distorsiones, y donde el concierto entre los seres humanos
—es decir, la sociedad— resulta al tiempo más
costoso y más creativo. Entonces se entiende que pocas figuras
se presten mejor a la comparación con la ciudad, que la selva
o el bosque, no porque —como pretendería el más
vulgar de los darwinismos sociales— se desarrolle en ella
una pugna despiadada por la supervivencia, sino porque las diferentes
formas de vida presentes se ven felizmente obligadas al acuerdo
no por fuerza desconflictivizado, acuerdo que es también
acuerdo entre sonidos. Virgina Woolf hace que Clarisa, la protagonista
de La señora Dalloway, lo explicite, cruzando Victoria
Street, al principio de la novela: “En los ojos de la gente,
en el ir y venir y el ajetreo; en el griterio y el zumbido; los
carruajes, los automóviles, los autobuses, los camiones,
los hombres anuncio que arrastran los pies y se balancean; las bandas
de viento; los órganos; en el triunfo, en el campanilleo
y en el alto y extraño canto de un avión en lo alto,
estaba lo que ella amaba: la vida, Londres, este instante de junio”
(Woolf, 1993: 8).
No hay que olvidar que, en sus primeros pasos, la etnografía
de la calle, cuando sólo existía bajo la forma de
intuiciones poéticas, entendió enseguida que ese tipo
de escritura que estaba por hacer y que asumiría el objetivo
de captar una vida social marcada por la inestabilidad y el movimiento,
tendría que ser en buena medida una musicología, puesto
que era en las ondulaciones sonoras irregulares de la vida en la
calle y en sus accidentes donde se encontraba el núcleo más
sorprendente e inasible de la experiencia urbana. Así, Charles
Baudelaire podía escribir a Arsene Houssaye:
¿Quién de vosotros no ha soñado, en sus días
de ambición, el milagro de una prosa poética musical,
sin ritmo, sin rima, tan flexible y dura a la vez como para poder
adaptarse a los movimientos líricos del alma, a las ondulaciones
del ensueño, a los sobresaltos de la conciencia? Es especialmente
el contacto de las grandes ciudades y del crecimiento de sus innumerables
relaciones que nace este obsesionante ideal. Usted mismo, mi querido
amigo, ¿no ha intentado acaso traducir en una canción
el estridente grito del vidriero y de expresar en una prosa lírica
todas las desoladoras sugestiones que envía este grito a
través de las más altas incertidumbres de la calle
hasta las más recónditas buhardillas?” (Baudelaire
1975: 98).
En un sentido parecido, escribiría Walter Benjamin, a partir
de su experiencia marsellesa:
Arriba en las calles desiertas del barrio portuario están
tan juntos y tan sueltos como las mariposas en canteros cálidos.
Cada paso ahuyenta una canción, una pelea, el chasquido de
ropa secándose, el golpeteo de tablas, el lloriqueo de un
bebé, el tintineo de baldes. Pero es necesario estar solo
y errante en este lugar para poder perseguir estos sonidos con las
redes de cazar mariposas cuando, tambaleantes, se disuelven revoloteando
en el silencio. Porque en estos rincones abandonados todos los sonidos
y las cosas tienen su silencio propio, así como la tarde
en las alturas existe el silencio de los fallos, el silencio del
hacha, el silencio de los grillos. Pero la caza es peligrosa y finalmente
el perseguidor se desploma, cuando una piedra de afilar, como un
enorme avispón, lo atraviesa con su aguijón silbante
desde atrás (Benjamin 1992: 78).
La idea de que una ciudad puede ser pensada en términos
de una harmonización sonora escondida ha sido recurrentemente
explicitada. El reconocimiento de la presencia de una “melodía
oculta” o un “bajo continuo” en el substrato de
las motricidades cotidianas es estratégica para sustentar
la viabilidad de una sonografía de los usos del espacio urbano,
que consistiría en tratar de distinguir, entre la actividad
de hormiguero de las calles y de las plazas, la escritura a mano
microscópica, desarrollo discursivo no menos “secreto”,
“en murmullo”, que enuncian caminando los transeúntes,
cuyas actividades motrices son variaciones sobre una misma pulsión
rítmica de base. No es casual que, antes de dirigir el CRESSON
y dedicarse de forma casi monográfica al estudio de los ambientes
sonoros urbanos, fuera un musicólogo, Jean-François
Augoyard, el autor de la gran monografía pionera en el estudio
de las retóricas caminatorias de los peatones (Augoyard
1979), es decir de la manera como las trayectorias de los viandantes
implican apropiaciones del espacio colectivo de la ciudad, de cómo
es posible una lectura cifrada de las secuencias funcionales y poéticas
que protagonizan los simples paseantes, un trabajo que lleva a una
suerte de pentagrama las calidades práctico-sensibles de
los escenarios de la vida cotidiana. No se olvide que los cuerpos
transeúntes que se apropian de los espacios por los que circulan
y que, al hacerlo, generan, son ante todo cuerpos rítmicos,
en el sentido de que obedecen, en efecto, a un compás secreto
y en cierta manera inaudible, parecido seguramente a ese tipo de
intuición que permite bailar a los sordos y que, como los
teóricos de la comunicación han puesto de manifiesto,
está siempre presente en la interacción humana en
forma de unos determinados “sonidos del silencio” (Hall
y Hall, 1995). Para E.T. Hall, por ejemplo, las personas que
interaccionan y que intentan ser mutuamente previsibles, “se
mueven conjuntamente en una especie de danza, pero no son conscientes
de sus movimientos sincrónicos y lo hacen sin música
ni orquestación consciente” (Hall,
1978: 68). No es tanto que el sonido pueda verse, sino
que la visión puede recibir una pauta sutil de organización
por la vía de lo auditivo. Como escribían Lefebvre
y Régulier en su propuesta de una metodología ritmoanalítica
en el estudio del espacio social, “el espacio se escucha tanto
como se ve, se oye tanto como se desvela a la mirada” (Lefebvre
y Régulier 1978: 68).
Ha sido una de las más destacadas formalizadoras teóricas
de la etnografía urbana, Colette Pétonnet, quien,
titulando un texto suyo, se refería también a lo urbano
también como “el ruido sordo de un movimiento continuo”
(Pétonnet 1987). Y es que se ha repetido
que la sociedad es comunicación, un colosal e inagotable
sistema de signos que, puesto que son signos, sólo pueden
ser concebidos en y para el intercambio. Una parte inmensa y fundamental
de eso que no hace sino circular y que nos liga unos a otros y con
el universo en que vivimos es sonido. Existe una materia sonora
que no hace sino metabolizarse en vida social humana, puesto que
sea cual sea su fuente de emisión, son los humanos quienes
la convierten en sentido y estímulo para la acción.
La sociedad suena, las ciudades suenan; uno puede reconocer la voz
de un ser querido u odiado, pero también la voz, como si
fueran la de esos seres vivientes que en realidad son, del mercado,
del puerto, de la catedral o del prostíbulo. Podemos incluso
oír las voces de lo que no está o de quien se ha ido,
puesto que eso que llamamos memoria no es otra cosa que mera psicofonía
y lo que se presenta como la Historia su institucionalización.
Todo ese telón sonoro hecho de susurros, ecos, aulllidos,
bramidos, chirridos y chillidos no es un ambiente, un paisaje o
un contexto sensible que nos rodean pasivos a la manera de un envoltorio;
procedan de otros seres humanos o de las cosas con las que estos
dialogan, esa urdimbre de sonoridades testimonia nuestra existencia
como seres que escuchan y son escuchados, demostrándose unos
a otros haciéndolo que, como hacia recordar Virginia Woolf
a uno de los personajes de Las olas, “no somos gotas
de lluvia que el viento seca. Provocamos el soplo en el jardín
y el rugido en el bosque”.
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AUGOYARD,
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— (1998) Las olas, Barral, Barcelona: Labor. |