La disputa por el oído
Esta sentencia define perfectamente lo sucedido durante las manifestaciones
del primero de mayo del 2005 en Barcelona. Desde hace ya algunos
años, una manifestación paralela a la que organizan
los grandes sindicatos de trabajadores, el MayDay ha transformado
la naturaleza de dicho acontecimiento. En primer lugar, ha supuesto
la emergencia de una nueva tonalidad política. No sólo
estamos ante una reivindicación de los trabajadores y trabajadoras
organizados ante el Estado sino ante un medio que busca aglutinar
luchas locales y heterogéneas (estudiantes, precarias/os,
inmigrantes, etc.) para ampliar, abrir y extender la movilización
a otras esferas y alcanzar una dimensión global. Y, por otro
lado, este cambio político ha venido acompañado de
un cambio, quizás más importante, en la tonalidad
sonora del evento. Los y las manifestantes ya no disponen sólo
de sus gargantas para lanzar consignas, o de altavoces para extenderlas
y dirigirlas, ahora encontramos otros paisajes sonoros: batucadas
reivindicativas, bandas de música en directo y soundsystems
móviles que buscan incrementar la repercusión y fuerza
de la manifestación a través del placer de la fiesta
colectiva. Pues bien, estos cambios suscitaron una importante polémica.
El objeto de la discordia, y no es casual, fue precisamente el cambio
en la tonalidad sonora. Tras la celebración del MayDay, en
la web www.indymedia.org aparecieron numerosos mensajes quejándose
de la música de la manifestación porque imposibilitaba
escuchar las proclamas y consignas. La discusión derivó
en una oposición entre dos formas contrarias de manifestarse:
por un lado, la manifestación-con-mensaje, donde los manifestantes,
arengados por los altavoces de los organizadores, gritaban consignas,
cantos y escuchaban manifiestos; y por otro lado, una manifestación
con mucha música y fiesta, donde la gente se sumaba a la
movilización pero donde parecía imposible cualquier
tipo de acción organizada unitaria. Unos decían: “el
mayday ha sido un fracaso, parecía una discoteca, los que
queríamos luchar por la libertad de los detenidos de la CNT,
o bien se nos ha negado el derecho a hablar o bien los pastilleros
de la mayday tenían la música a tope”, “las
personas que había en la plaza Universitat no han decidido
nada, simplemente porque cuando se decía por megafonía
que había detenidos ya se había decidido que la mani
tiraba hacia delante sin responder de un modo especial, además
el mensaje ha sido ininteligible para los que estábamos detrás
del camión de la música techno porque no
han bajado la música mientras se decía esto”.
Otros, en cambio, sostenían que el uso de estas tecnologías
sonoras implicaba una forma diferente de hacer política igual
de respetable: “Creo que la radicalidad se puede expresar
de muchas maneras y la apuesta del mayday de crear una asamblea
realmente abierta, de romper con las formas de representación
identitarias y grupales, de experimentar con otros códigos
gráficos y otros lenguajes es una apuesta interesante. El
intento de evitar que gente que a lo mejor no iría nunca
a una mani “sobrerepresentada” por códigos
que a veces son autoreferenciales e internos a la gente que ya se
moviliza se pueda barrer con una simple acusación de teletubbismo”
[1].
En un caso, una acción reflexiva, con discurso y finalidad
clara; y en el otro, una acción emotiva que persigue ampliar
la movilización.
Evidentemente, son imágenes que se emplean retóricamente
en un contexto de discusión altamente polarizada. Sin embargo,
es interesante atender a lo que paradójicamente aparece desapercibido
y es más evidente: el propio sonido. El sonido no es sólo
el medio de expresión de significados sino también
un modo de producir afectos, y por tanto, de dar forma a los sujetos
tanto colectivos como individuales. Es decir, lo que acaba siempre
olvidado en la discusión, aunque en la práctica es
lo que lleva al enfado, es la dimensión técnica y
pragmática del sonido. El problema es sencillamente que lo
que se escuchaba o dejaba de escucharse en cada momento. Aunque
aparece como algo dado por descontado, la capacidad de afectar del
sonido es la que permite que los mensajes, a pesar de mostrarse
como ideas con una existencia inmaculada, tengan un efecto movilizador.
Y eso es lo importante en este contexto. En ambos casos, tanto en
la repetición de consignas como en la música del soundsystem,
estamos ante una lucha por el oído, una lucha por afectar,
aunque sea de modos diferentes y con fines diferentes.
De hecho, esta lucha es una constante a lo largo de la historia.
El emperador romano Nerón, por ejemplo, cuando en uno de
sus viajes a Nápoles se topó con el órgano
hidráulico que inventó Ctesibé de Alejandría,
lo primero que imaginó fue que con sólo tocarlo sus
enemigos se convertirían a su causa. A través de este
nueva tecnología sonora, Nerón podía transformarlos
en soldados que obedecieran sus ordenes. Algo que, como explica
Virilio (1980), no es ninguna exageración.
El desarrollo mismo de la música sinfónica muestra
de qué modo el director de orquesta ha alcanzado el privilegiado
rango de conductor único, cuando no sólo controla
a su compañía sino también el cuerpo de sus
oyentes, a los que inmoviliza en sus butacas y trata de desproveer
de cualquier capacidad de generar ruido. ¿Qué son
los aplausos, susurros y toses que se escuchan al finalizar una
pieza sino la recuperación de esta capacidad por parte del
cuerpo? Es impensable, por tanto, un poder sin medios para hacerse
oír. Las transformaciones del poder han ido acompañadas
siempre de transformaciones en las tecnologías sonoras.
De hecho, los griegos ya eran conscientes del poder de la palabra
antes como voz que como idea. Por este motivo, su organización
era ya una tecnología política, una forma de gobernar
la polis. La democracia participativa se asentaba sobre un espacio
plano y polifónico, el ágora, donde los ciudadanos
se movían erráticamente de grupo en grupo discutiendo
temas diversos; la democracia administrativa, en cambio, se ejercía
en el teatro, espacio que garantizaba la gobernabilidad, al asegurar
que mientras uno hablaba los demás restaban de cara, sentados
y a la escucha. Tal y como explica Sennet en Carne y Piedra
(1994): “En las actividades simultáneas
y cambiantes del ágora, el parloteo de las voces dispersaba
fácilmente las palabras y la masa de cuerpos en movimiento
sólo experimentaba fragmentos de significado continuado.
En el teatro, la voz individual se constituía en una obra
de arte mediante las técnicas de la retórica. Los
espacios en los que la gente escuchaba se encontraban tan organizados
que los espectadores a menudo se convertían en víctimas
de la retórica, paralizados y deshonrados por su flujo”
(Sennet 1994: 56). Así pues, encontramos
ya en la polis griega algo que resuena en la polémica del
MayDay. La cuestión no es la disyuntiva entre altavoz, como
defensa de la ideas razonadas y compartidas, y el soundsystem,
como generador de impulsos estéticos y comunitarios, sino
entre diferentes tecnologías sonoras ligadas a formas políticas
diferentes.
La pregunta que quiero plantear y abordar en este texto es precisamente
la que concierne a esta relación. ¿En qué sentido
podemos calificar a las tecnologías sonoras como tecnologías
políticas? Ahora bien, mi objetivo no es ofrecer una respuesta
cerrada sino una serie de conceptos o herramientas con las que hacer
inteligible esta relación de un modo diferente al que habitualmente
encontramos en los estudios sobre las tecnologías sonoras.
Trataremos de mostrar que las tecnologías sonoras no pueden
ser pensadas como instrumentos, es decir como medios que persiguen
fines políticos, sino como formas de hacer política.
La tecnología como instrumento
Pensemos por un momento qué entendemos por tecnología.
La primera imagen que nos viene a la cabeza es la de un artefacto
que realiza determinadas funciones (una calculadora nos permite
realizar rápidamente numerosas operaciones matemáticas,
un microondas calentar los alimentos, etc.). La segunda imagen es
más abstracta. Se refiere a la aplicación práctica
de un determinado saber experto. Cuando decimos que los avances
en el conocimiento del genoma humano permitirán desarrollar
medicamentos para enfermedades que no tienen remedio, estamos empleando
esta segunda acepción de tecnología. Por último,
definimos también a la tecnología como una actividad
humana: son las personas las que crean medios tecnológicos
para poder vivir mejor. Ahora bien, estas tres imágenes,
a pesar de sus diferencias, remiten a un mismo concepto. La tecnología
es un instrumentum, un medio con el que alcanzar unos fines.
Esta forma de entender la tecnología aparentemente tan
evidente tiene importantes repercusiones para lo que aquí
queremos plantear. En primer lugar, hace inútil cualquier
reflexión entorno a la tecnología. Dado que ésta
se define por ser la realización de unos fines concretos
el único juicio que podemos hacer sobre ella es eminentemente
técnico. Nos preguntaremos únicamente por su eficacia:
hasta qué punto cumple con su cometido. Y, en segundo lugar,
y como consecuencia de ello, sólo podremos entender la política
como algo exterior a la tecnología, algo que tiene que ver
únicamente con los fines que elabora el ser humano y que
dan sentido a su forma de vida. La tecnología de suyo
no tiene nada de político. Son las tradiciones, discursos,
relaciones de producción, y otros elementos del contexto
social lo que da a la tecnología su carácter político.
Tal y como explica Langdon Winner, “una vez que uno ha hecho
el trabajo detectivesco necesario para descubrir los orígenes
sociales (la mano de los poderosos tras un determinado ejemplo de
cambio tecnológico) ya habría explicado todo lo que
es importante y merece explicarse. Esta conclusión proporciona
comodidad a los científicos sociales: da validez a lo que
habían sospechado desde siempre, a saber, que no hay nada
distintivo en el estudio de la tecnología. Por consiguiente,
pueden volver otra vez a sus modelos tradicionales de poder social
(modelos sobre la política de los colectivos sociales, políticas
burocráticas, modelos marxistas de lucha de clases y otros
por el estilo) y tener todo lo que necesitan.” (Winner
1986: 36).
No es de extrañar, por consiguiente, que esta concepción
antropocéntrica e instrumental sea compartida por paradigmas
aparentemente opuestos como la Teoría Crítica y el
Funcionalismo. En el estudio, por ejemplo de tecnologías
eminentemente sonoras como la radio, la música, el cine o
la televisión el interés político del primer
enfoque acostumbra a dejar de lado las tecnologías concretas
en favor de las relaciones de dominación que éstas
expresan (la cultura convertida en mercancía, la dominación
simbólica, etc.). La política se encuentra ahí
y no en el funcionamiento tecnológico. El funcionalismo,
por otro lado, complementa el razonamiento de la teoría crítica.
Dado que el interés de este paradigma es antes técnico
que político, lo importante es la función que desempeña
la tecnología, es decir, no cuáles son los fines que
persigue sino el modo en el que se alcanzan. En el caso del comunicador
que utiliza el altavoz para lanzar una consigna en una manifestación
se analizaría cuales deben ser sus características,
las del mensaje, el medio y el auditorio para que exista una respuesta
adecuada a sus intenciones, habitualmente que la gente se sienta
identificada y repita la consigna.
Por lo tanto, la concepción de la tecnología como
instrumentum tiene dos importantes consecuencias para lo
que aquí nos interesa: en primer lugar, como acabamos de
ver, impide cualquier reflexión política que trate
ir más allá de una valoración de las finalidades
sociales y humanas que la orientan; y en segundo lugar, y como consecuencia
de ello, define la política de un modo forzosamente humanista.
El caso más paradigmático es el de Lewis Mumford.
En el Mito de la Máquina (1969)
este historiador afirma que no sólo existen tecnologías
con política sino que, además, podemos diferenciar
claramente entre tecnologías democráticas y tecnología
tiránicas. Las primeras, que denominó politécnicas,
son aquellas que están “ampliamente orientadas hacia
la vida, no centrada en el trabajo o en el poder” (Mumford
1969: 9), es decir, permiten desarrollar la heterogeneidad de
potencialidades humanas porque permiten un uso diverso y democrático.
Por el contrario, las segundas, denominadas monotécnicas,
“se basan en la inteligencia científica y la producción
cuantificada, se dirige principalmente hacia la expansión
económica, plenitud material y superioridad militar”
(Mumford 1969: 9), es decir, a la dominación
antes que a la libertad. Por lo tanto, para Munford, tanto si hablamos
de tecnologías democráticas o tiránicas, no
sólo la valoración política de la tecnología
tiene que ver con las finalidades que persigue, sino que la política
misma es definida por el grado de desarrollo y libertad que le permite
al ser humano. De algún modo, teniendo en cuenta esta concepción,
“parecería que para ser morales y humanos debemos apartarnos
de la instrumentalidad y reafirmar la soberanía de los fines;
es decir, deberíamos devolver al monstruo de la técnica
a la caja de donde salió” (Latour
2002: 247).
Pues bien, lo que vamos a hacer aquí es mostrar cómo
una noción de tecnología diferente a la de instrumento
no sólo dota a los medios de politicidad sino que transforma
la misma idea de política.
El arte de la curvatura
El antropólogo de la tecnología Bruno Latour ha
propuesto una definición que nos puede ser útil. Según
él, la tecnología debe ser entendida antes como adjetivo
que como sustantivo. No existe una región ontológica
que podamos calificar de tecnología y que sea exterior a
otras, como la científica, la artística, la religiosa,
etc. La tecnología no es un objeto sino un modo de relacionarse
que Latour califica como pliegue. “La tecnología es
el arte de la curvatura” (Latour 2002:
251). Pongamos el ejemplo del soundsystem para ilustrarlo.
Entenderlo como instrumento significa que se reduce a la función
para la que ha sido diseñado: mezclar y transmitir música
a muchos decibelios. Esto es, se define por la finalidad que cumple.
Ahora bien, ¿es simplemento esto el soundsystem?
Entendiéndolo en el sentido latouriano, como operador que
pliega o como arte de la curvatura, su definición es más
compleja. El soundsystem es el resultado de aunar sobre
sí agentes ontológicamente diferentes: manifestantes,
paseantes, técnicos de sonido, cables, altavoces, ordenadores,
sintetizadores, discos, formas de vestir, etc. De hecho, si el soundsystem
permite mezclar y transmitir música a gran volumen es porque
en él se inventan caminos insospechados para que todos esos
elementos estén articulados. El soundsystem es,
de hecho, el pliegue mismo que los pone en relación y los
define. Así pues, es ese trabajo de plegar y aunar elementos
heterogéneos —tiempos, espacios y agentes ontológicamente
diversos— lo que define a la tecnología. De hecho,
esa es la idea que se recoge en el sentido que daban los griegos
a la tecnología, la metis: lo que nos permite alcanzar
los fines no es la línea recta sino el trabajo de curvatura,
es decir la creación de relaciones imprevistas e insospechadas
entre elementos diferentes. Dédalo es padre de la ingeniería
por su ingenio, es decir, por su capacidad para inventar este tipo
de relaciones extrañas. Por esta razón, en griego,
un daedalion es definido como algo curvado, una desviación
de la línea recta, ingenioso pero falso, bello y artificial
(Latour 1999). El soundsystem nos
parece simplemente como un objeto funcional, un instrumento, porque
esa relación daedalica ha quedado invisibilizada
— cajanegrizada, dirán los antropólogos de la
tecnología—. Sin embargo, se trata de un efecto de
habituación. Como dice Latour: “Si no alcanzamos a
reconocer en qué medida la utilización de una tecnología,
aunque sea simple, ha sido desplazada, traducida, modificada, o
la intención inicial transformada, es simplemente porque
hemos cambiado la finalidad al cambiar los medios (…) Si quieres
mantener tus intenciones firmes, tus planes inflexibles, tus programas
de acción rígidos, entonces que no pasen por ninguna
forma de vida tecnológica. El rodeo los traducirá,
traicionará tus deseos más imperiosos” (Latour
2002: 252). De hecho, la diferencia que establece Latour (1999,
2002) entre entender la tecnología como intermediaria y mediadora
es precisamente ésta. En el primer caso, la tecnología
es un instrumento que no añade nada a la realidad más
allá de los fines prefijados que debe realizar; en el segundo
caso, la tecnología como mediadora, como arte de la curvatura,
es poética porque traza nuevas relaciones entre elementos
diversos y de ese modo añade realidad. En el soundsystem,
como en el altavoz u otras tecnologías acústicas no
estamos ante instrumentos que persiguen fines diferentes —seducir
a través del ritmo, convencer a través de la palabra—
sino que estamos ante pliegues y articulaciones singulares entre
elementos heterogéneos —simbólicos, materiales,
sociales— que producen dichos efectos. La tecnología,
desde este punto de vista, como afirmaba Heidegger en La pregunta
por la técnica (1954), es un
modo de desvelamiento. Es decir, un forma de traer algo a la realidad.
Ahora bien, no es el sujeto el que crea y utiliza la tecnología
con tal fin. Eso sería caer otra vez en la vieja idea del
instrumento. Es en la conjunción misma entre diferentes elementos,
en el pliegue, donde se de la poiesis, la creación.
Por consiguiente, hablar de “arte de la curvatura”,
“pliegue” o “modo de desvelamiento” son
formas diversas de dotar a los medios tecnológicos de la
dignidad ontológica suficiente para ser interrogados y analizados
como agentes políticos. Algo que como hemos visto no es posible
hacer con la noción de instrumento. Sin embargo, las implicaciones
de este argumento van más allá de una reivindicación
política de los objetos técnicos. Lo realmente interesante,
es que no sólo la tecnología se torna un asunto político
sino que la misma política queda redefinida. Si en la mediación
técnica, en el arte de la curvatura, se abren y cierran cursos
de acción, es decir, se producen proyectos de vida, la política
no puede entenderse simplemente como una cuestión meramente
humana y deliberativa. Al contrario, es la propia definición
de lo humano y de la política la que se torna un asunto eminentemente
técnico.
Hacia una tecnología política del sonido
Hemos visto que una definición instrumental de la tecnología
nos lleva forzosamente a considerar la política como algo
exterior. Algo que tiene que ver únicamente con la deliberación
y consenso entre seres humanos sobre los fines que deben guiar su
vida en común. Pues bien, una forma interesante de entender
la política como un ejercicio técnico, en el sentido
poiético que hemos explicado, la encontramos en los trabajos
de Michel Foucault. Para este historiador y filósofo francés,
la política no puede ser entendida a partir de individuos
que razonan y discuten. Tampoco a partir de ideologías o
mentalidades contrapuestas. Ni siquiera, a través de relaciones
estructurales y materiales de dominación que subyugan a hombres
y mujeres. En todos estos casos, la tecnología sería
un instrumento que sirve a fines (de dominio o de liberación)
y la política un asunto que concierne al ser humano como
agente que razona. Para Michel Foucault lo realmente relevante es
la tecnología política. Es decir, cómo a través
de determinados dispositivos se producen y codifican determinadas
formas de vida. La política reside en la microfísica
del poder, es decir, en esas operaciones técnicas concretas
a través de las cuales se producen determinadas subjetividades:
la mujer histérica, el obrero, el preso, el enfermo, etc.
La política está relacionada con el funcionamiento
de determinadas tecnologías y con sus productos. De hecho,
el propio individuo con intenciones y proyectos, núcleo de
la concepción liberal de la política, es para Foucault
el efecto de una serie de dispositivos técnicos de subjetivación.
En su célebre genealogía de las prisiones, Vigilar
y Castigar (1975), nos muestra cómo
el surgimiento de una serie de técnicas —el examen,
la vigilancia, la arquitectura panóptica, la funcionalización
de los espacios habitados, la instrucción, etc.— conforman
a lo largo del s.XVIII la disciplina normalizadora, una tecnología
política específica que producirá un sujeto
históricamente nuevo: el individuo moderno, útil,
maleable y autoconsciente.
El individuo es sin duda el átomo ficticio de una representación
‘ideológica’ de la sociedad; pero es también
una realidad fabricada por esa tecnología específica
de poder que se llama la disciplina. Hay que cesar de describir
siempre los efectos de poder en términos negativos: ‘excluye’,
‘reprime’, ‘rechaza’, ‘censura’,
‘abstrae’, ‘disimula’, ‘oculta’.
De hecho, el poder produce; produce realidad; produce ámbitos
de objetos y rituales de verdad. El individuo y el conocimiento
que de él se puede obtener corresponden a esta producción
(Foucault 1975: 198)
Así pues, para Foucault la disciplina no es una tecnología
represora (o tiránica como diría Munford) porque no
busca limitar las potencialidades humanas sino producirlas. La capacidad
de actuar, de pensar y conocer individuales no son para Foucault
propiedades intrínsecas del ser humano sino, siguiendo las
tesis de Spinoza, el resultado de una organización individuante
de las afecciones. Los afectos son circunstanciales, aleatorios,
y no hay ninguna razón interna que los disponga en un sentido
o en otro. Por este motivo organizarlos en un determinado sentido
no sólo es un trabajo tecnológico sino que es, ante
todo, un asunto político. Tal y como explica el filósofo
José Luis Pardo, “La política es una máquina
de producir individuos, (…) porque es una máquina de
organizar las sensaciones, ese “hacer”, ese trabajo
o esa práctica que precede a la actividad consciente del
Sujeto, y que (…) lleva impresa toda una política de
la sensación, una micropolítica de las afecciones”
(Pardo 1992: 192). De hecho, para Foucault,
las disciplinas normalizadoras, así como otras tecnologías
de supervisión de las poblaciones, como la estadística,
forman parte de lo que denomina biopolítica (Foucault
1978). Una forma política que, justamente, no se basa
en la negación o la represión de la vida a través
de la muerte, sino en su codificación y potenciación
técnica. Producir, por un lado, individuos útiles
a través de la disciplina (anatomopolítica) y por
otro lado, producir cuerpos colectivos sanos a través del
control sanitario y demográfico de las poblaciones (biopolítica
de las poblaciones).
Así pues, Michel Foucault nos ofrece un modo diferente
de relacionar tecnología y política. Los individuos
y sus fines no son el punto de partida de la política ni
la tecnología su modo de ejecución, al contrario,
estos son el resultado de una serie de operaciones técnicas,
y por tanto poiéticas, cuyo sentido y manejo es el quehacer
que define una nueva manera de entender la política. La tecnología
política es, por tanto, la producción de subjetividades.
Ahora bien, ¿cuál es el papel de las tecnologías
sonoras en todo esto? En que sentido, ¿podemos decir que
las tecnologías sonoras son políticas en la medida
que producen subjetividades? ¿qué subjetividades producen?
El trabajo de Michel Foucault en este sentido es pobre, o mejor
dicho mudo, porque se centra fundamentalmente en el papel que juega
la visión. La especificidad de la disciplina como tecnología
de producción de individuos reside en el modo en el que mira,
en el tipo de visibilidad que genera. Tal y como explica Foucault,
esa es la diferencia con el poder soberano tradicional: “tradicionalmente
el poder es lo que se ve, lo que se muestra, lo que se manifiesta,
y, de manera paradójica, encuentra el principio de su fuerza
en el movimiento por el cual la despliega. (…) Aquellos sobre
quienes se ejerce pueden mantenerse en la sombra; (…) En la
disciplina, son los sometidos los que tienen que ser vistos, su
iluminación garantiza el dominio de poder que se ejerce sobre
ellos.” (Foucault 1975: 192). Visibilizar
los cuerpos hace que estos se tornen superficies escrutables, observables,
en definitiva, visibilidades positivas a partir de las cuales no
sólo se genera un saber sobre el individuo sino formas de
incrementar su rendimiento, obediencia, preocupación, inteligencia,
etc. El examen, por ejemplo, es un procedimiento técnico
de saber tanto como de poder porque opera a través de la
visión. Gracias al examen podemos medir y situar el grado
de conocimiento sobre una materia de un individuo en relación
a otros, y al mismo tiempo, gracias a él también instauramos
una serie de hábitos: lectura, concentración, estudio,
reflexión, exposición, etc. Es decir, producimos un
individuo al mismo tiempo racional y evaluable. De hecho, para Foucault,
tanto el examen como otros procedimientos disciplinarios, son capaces
de producir individuos porque comparten un modus operandi
centrado en la vista, el panoptismo. Éste es el
nombre que recibe la inversión de la visibilidad: el hecho
de que el sujetado —preso, trabajador, escolar, enfermo, etc.—
interiorice que es objeto de una supervisión constante aunque
ésta no sea efectiva continuamente. La mirada del poder soberano,
a diferencia de la que describe el panoptismo, debe ser visible
e identificable. En el suplicio medieval el poder sólo existe
cuando se hace visible en las heridas del cuerpo del condenado,
y éste, el individuo, sólo adquiere existencia cuando
es visibilizado por el poder, cuando recibe el castigo del soberano.
En el panoptismo, en cambio, este proceso de individuación
se invierte: el origen de la mirada se pierde y entonces el sujeto
la sitúa en sí mismo. Cambio de visibilidad, cambio
de subjetivación. Pasamos de un sujeto que depende de la
luz que irradia el poder para definirse —aunque puede enfrentarse
a él porque lo ve—, a un sujeto autónomo, responsable
de sus actos, y por ende libre, que fruto de su ceguera se expone
a sí mismo a un poder que lo sujeta, lo atraviesa, lo descompone
y lo transforma constantemente.
La predominancia que ha tenido el estudio de las tecnologías
política de la visión en las ciencias sociales y políticas
se debe, en gran medida, a los trabajos de Foucault. Así,
la mayor parte de analistas que estudian las nuevas formas de control
social en la era de la información siguen centrándose
casi exclusivamente en la visión para entender como funcionan.
David Lyon (1994), por ejemplo, a partir del
estudio de la proliferación de videocámaras y otros
sistemas de teledetección y teleidentificación en
el espacio público habla de “ojos electrónicos”
y de sociedad de la vigilancia. Otros como Mark Poster (1990)
o Diana Gordon (1987), en la misma línea,
prefieren hablar de superpanoptico o de panoptico electrónico
respectivamente.
Pero, ¿dónde queda el sonido? ¿Qué
hay de la proliferación de alarmas, sirenas, tonos, politonos,
música en los escaparates de las tiendas, etc.? ¿En
qué sentido podemos seguir afirmando que estamos ante tecnologías
de subjetivación?, ¿Cómo podemos hablar del
altavoz y el soundsystems como tecnologías políticas?
Es evidente que la visión es un sentido de poder, que define,
que acota y administra. Sin embargo, ¿no es igual de cierto
que la producción de colectivos e individuos requiere de
determinadas tecnologías sonoras? ¿Acaso las cárceles,
los talleres, las escuelas o los hospitales son espacios mudos?
Antropotecnias sonoras
Peter Sloterdijk toma el testigo de Foucault y nos ofrece un concepto
amplio para entender cómo se producen sujetos a partir de
tecnologías que van más allá de la visión.
Como el historiador francés, éste profesor de estética
de la Universidad de Karlsruhe, afirma que la política es
un asunto de antropotecnias, es decir, de tecnologías de
subjetivación —él habla, polémicamente,
de crianza y domesticación.
Si 'hay' hombre es porque una tecnología lo ha hecho evolucionar
a partir de lo pre-humano. Ella es la verdadera productora de seres
humanos, o el plano sobre el cual puede haberlos. De modo que los
seres humanos no se encuentran con nada nuevo cuando se exponen
a sí mismos a la subsiguiente creación y manipulación,
y no hacen nada perverso si se cambian a sí mismos autotecnológicamente
(Sloterdijk 2000)
Sin embargo, a diferencia de Foucault, Sloterdijk critica el excesivo
protagonismo que han tenido en las ciencias sociales las tecnologías
de la visión, ligadas a la escritura, la cultura ilustrada,
y la capacidad de raciocinio. Según él, el individuo
moderno es, como mostró maravillosamente Foucault, el resultado
de las tecnologías políticas de super-visión,
las disciplinas, pero hay también otro tipo de antropotecnias
igual de importantes que no han sido suficientemente estudiadas.
De hecho, las diferentes formas políticas se concretan en
antropotecnias diferentes. La política del estado, por ejemplo,
requiere de individuos con capacidad para vivir en esferas abstractas
y globales. Una subjetividad que Sloterdijk denomina atletismo de
estado. “Existir en el Estado —y ‘en el Estado’,
para empezar, quiere decir en la cúspide de la comunidad—
obliga a una forma de existencia atlética y ascética,
que pule a los individuos en los protocolos de lo grande, como si
fueran gladiadores políticos.” (Sloterdijk
1994: 43). Para alcanzar este tipo de subjetividad son necesarias
antropotecnias como la escuela y otras instituciones, donde se enseña
a pasar de las cosas pequeñas a las cosas grandes. De hecho,
podríamos entender que las disciplinas de normalización
son antropotecnias que producen ciudadanos, es decir, seres capaces
de habitar en el estado. Sin embargo, estas antropotecnias no son
las únicas ni las más importantes. A diferencia de
las antropotecnias de Estado, la paleopolítica, es decir,
la producción de unidades psicosociales de cuidado y reproducción
(familias, linajes, clanes o bandas), requiere de una tecnología
política basada fundamentalmente en antropotecnias sonoras.
Tal y como explica Sloterdijk, lo más característico
de un grupo humano es su paisaje sonoro. De hecho, el grupo puede
ser entendido como “una sonosfera que atrae a los suyos como
hacia el interior de un globo terráqueo psicoacústico”
(Sloterdijk 1994: 30). Formar parte de una comunidad
es establecer un vínculo acústico específico
con los otros. Somos parte de un grupo, porque nos hacemos indistintos
en el parlotear. Los modos de hablar (lenguas, acentos, registros,
etc.); los sonidos específicos que producimos con nuestro
cuerpo (chasquidos, suspiros, gritos, palmadas, etc.); las músicas
que componemos y escuchamos, todo ello son tecnologías sonoras
a través de las cuales forjamos nuestros grupos primarios.
De hecho, estar como en casa, con los tuyos, en familia, es esencialmente
participar de una determinada sonosfera. Por ejemplo, tal y como
me explicaba un estudiante en clase, convertir una casa en un hogar
requiere, aunque no únicamente, de un gesto tan nimio como
esencial: tocar de un determinado modo el timbre. Es decir, componer
una determinada sonosfera a través de la cual es posible
separar al forastero del familiar. Como explica Sloterdijk, “corresponderse
mutuamente, en este caso pertenecer al mismo grupo, en efecto, no
significa de entrada más que escucharse juntos —y en
eso consiste, hasta el descubrimiento de las culturas de la escritura
y de los imperios, el vínculo social por antonomasia”
(Sloterdijk 1994: 31).
Ahora bien, esto no quiere decir que la tecnología política
de Estado sea sorda y que, por tanto, la antropotecnia sonora únicamente
exista en la paleopolítica. Lo que se produce es un cambio
de matiz. Mientras en las antropotecnias sonoras propias de la paleopolítica,
lo importante es la con-moción, la producción de una
animosidad colectiva, en las antropotecnias de estado, pasamos de
la con-moción a la con-vicción. “La subjetivación
crítica —producto de tecnologías de visión
como la escritura y la geometría— se basa en la des-fascinación
en tanto contención en conmoverse” (Sloterdijk
1998: 434). Esto quiere decir que la convicción del sujeto
crítico se logra a partir de una adhesión calculada
de los sonidos que nos conmueven a ideas preconcebidas: por ejemplo,
los himnos nacionales, o los speechs populistas de las
campañas electorales, etc. Estas manifestaciones sonoras
aparecerían como expresiones redundantes de ideas discernibles
y por tanto reales.
Así pues, y a modo de conclusión, si volvemos a
la pregunta inicial e interpretamos las disputas acústicas
del MayDay 2005 a la luz de lo que hemos dicho, es evidente que
no podemos continuar tratando a las diferentes tecnologías
sonoras como medios más o menos eficientes, ni tampoco como
expresiones de ideales políticos contrapuestos. Lo que hemos
querido demostrar aquí es que las dos tecnologías
en disputa, el soundsystem y el altavoz, son formas de
hacer política porque producen sujetos colectivos. De hecho,
estamos ante antropotecnias políticamente diferentes no tanto
por el modo de generar y dirigir el sonido como por los sujetos
que producen. Por un lado están las antropotecnias sonoras
de conmoción, como es el caso del soundsystem, que
tomando a Canetti (1960) y Deleuze y Guattari
(1980), operan produciendo manadas,
es decir, sujetos colectivos dispersos pero indescomponibles, que
se transforman cualitativamente y que están atravesados por
múltiples y cambiantes diferencias, aunque ninguna de ellas
suficientemente estable como para producir una jerarquía.
Razón por la cual, la utilización de estos medios
se inscribe en una estrategia de ruptura con los códigos
identitarios, con la eclosión de la heterogeneidad y la ampliación
del movimiento. Y por otro lado, tenemos las tecnologías
sonoras de convicción, como el altavoz, que operan produciendo
masa, esto es, sujetos colectivos organizados, con limites
internos y externos claros, y cuyo funcionamiento depende de la
capitalización de sus fuerzas. A través del altavoz
y las consignas que lanza se compone un colectivo que reúne
sus fuerzas y las proyecta hacia un único fin. Así
pues no estamos únicamente frente a dos instrumentos, sino
frente a dos modos de producir sujetos y de hacer política.
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