Nos despiertan cada mañana, impacientes: nos cuentan que
son las siete y que el sueño se paga; suenan en las tiendas
por error, o cuando alguien no abona lo que lleva encima: nos piden
dinero, nos cuentan a todos que es ilegal; suenan en las calles
cuando un coche se siente agraviado o simplemente importunado: nos
cuentan de nuevo la propiedad, nos llaman a todos a su protección;
suenan en el metro y en el bus ante un título agotado: anuncian
abiertamente el despiste, demandan comprar billete; en los aeropuertos
y en los edificios públicos dan cuenta de aquello que puede
entrar, salir o volar: enuncian la accesibilidad y anuncian sospecha
o peligro; en los techos de los cuerpos de seguridad dan cuenta
de la denuncia y la persecución del delito: expresan el control,
la infracción perseguida; sobre las ambulancias y los coches
de bomberos nos cuentan la prisa, nos piden paso, sonorizan la enfermedad
y la muerte, nos cuentan, como en algunas camas de quirófano,
la última alarma continua.
La presencia de las alarmas en nuestra vida cotidiana es de lo
más habitual; suenan en el dormitorio o en la cocina; en
la plaza, trabajando o paseando, en los bolsillos como en los aviones
suenan alarmas, en forma de pequeños pitidos o atrayendo
la atención de toda una calle, como sencilla advertencia
o creando estados de excepción. El sonido de una alarma (y
el de la sirena, que es un tipo de alarma) se reconoce enseguida
y no genera ningún tipo de confusión, pues su forma
es siempre la misma: una breve composición sonora (uno o
varios sonidos) que se repite incesantemente durante un determinado
espacio de tiempo. Se trata, habitualmente, de un fragmento sonoro
sin sentido propio que adopta la forma y sentido de alarma precisamente
por su continua repetición. Desde el timbre de un despertador
a una sirena de evacuación, la variedad de formas que puede
adoptar una alarma es infinita, pero su lógica y su función
básica es siempre la de generar un punto de inflexión,
enunciar algo y reclamar un movimiento.
Ante el sonido de una alarma pueden aparecer dudas con relación
a su fuente, a sus causas, a su gravedad o conflicto y a sus consecuencias
y repercusiones, pero lo que provoca siempre una alarma es la llamada
a un espacio de excepción entre dos estados que contiene
un sentido y que requiere de algún tipo de movimiento para
resolverse, para superar la inflexión. La alarma cuenta,
para ello, con una extraordinaria capacidad de convocatoria. Todo
nuestro aprendizaje, nuestra memoria, relatos y gestos han vivido
entre sonidos de alarma, y su reclamo compone nuestro imaginario
desde que existe el mismo sonido. Además, es prácticamente
imposible dejar de prestar atención a una alarma, no sólo
por el hecho de ser sonido —el oído no tiene párpados,
pero se acostumbra y termina por no escuchar— sino por su
misma forma, por su insistencia. Ante el sonido de una alarma sólo
caben dos opciones para dejar de escucharla: huir, llegando a un
lugar donde no alcance su sonido, o bien cumplir con aquello que
reclama, el pequeño gesto o movimiento, la solución.
Por todo ello, por su continua presencia, por su capacidad para
ser reconocidas y captar la atención, para orientar y generar
movimiento; en definitiva, por su capacidad para conmover (miradas,
cuerpos, sentidos, escuchas y gestos), me interesa analizar de qué
manera componen las alarmas nuestros espacios sonoros; cómo
crean, una y otra vez, las sonotopíasde la conmoción
que forman parte de nuestra vida cotidiana.
Los pliegues del espacio
Vivir es pasar de un espacio a otro
haciendo lo posible para no golpearse
Georges Perec ( 1999: 25) |
Podríamos decir que el dormitorio,
la sala de cine y el congelador industrial son lugares llenos de
cosas. La oficina, la cocina, la buhardilla o la plaza, la calle
y el vagón de metro son lugares que se llenan de mesas y
tablas, de ventanas y luces y de nosotros mismos. También
se llenan de pasos, de bostezos o de vendedores de cuchillos, y
esa es la manera que tienen de adquirir sentido. Todo espacio
está siempre lleno de algo, aunque sólo sea de límites,
aunque sólo sea de paredes o fachadas, o fundamentalmente
de aire; no hay espacios vacíos de sentido. Puede haber cuartos
vacíos, libros en blanco o calles desiertas, pero no hay
espacios vacíos. Incluso una hoja, que es un espacio apasionante,
y el lugar donde empieza todo espacio, según Perec —“Así
comienza el espacio, solamente con palabras, con signos trazados
sobre la página blanca” (1999:
31)— incluso una hoja, digo, está llena de ideas, de
garabatos o de mente en blanco, y es un espacio lleno de sentidos.
Nos queda muy claro pensar que los espacios
se llenan o se vacían de gente y de cosas, porque así
lo pensamos y lo contamos. Como cuenta José Luís Pardo,
pensar el espacio suele dar como primera respuesta candidata la
de “esa-especie-de-nada-donde-está-todo, recipiente
neutro que acoge el movimiento de los seres vivos tanto como el
reposo de los objetos inertes” (Pardo 1992:19).
Sin embargo, el espacio nunca es un recipiente, un metro cuadrado
o una mera extensión de posibilidades. Todo espacio es una
multiplicidad heterogénea de elementos, ya sean materiales,
etéreos, semánticos, fungibles o imaginarios, que
establecen un vínculo de expresión y comprensión
conjunta. Un espacio determinado es un conjunto de cosas y personas,
efectivamente, pero también de paredes y ventanas, de saludos
y ritmos, de complicidades, sartenes antiadherentes y despertadores,
de frases hechas, carraspeos y disculpas. Se hace de miradas sorprendidas,
de bicicletas sigilosas y de coches, tanto como de picores e insultos.
Es una realidad completa de tramas etéreas, que adquiere
sentido de todo aquello que (lo) compone y otorga
sentido a todo aquello que (lo) compone.
Producir o transformar, entonces, un espacio,
no es tan sólo asfaltar una esquina, pintarla de salmón,
abrir una ventana o instalar un aire acondicionado. Producir (componer)
espacio es estar en él, tranquilo como un perezoso o impertinente
como una bocina o una bandera, siendo materia inerte o memoria histórica.
Hablar acerca de un espacio es producirlo también, porque
se hace de la manera que tiene de ser pensado y contado. Un espacio
está hecho de todo aquello que lo compone y que le sucede,
de una u otra manera, y va curvando sus sentidos, que son etéreos
y distraídos, y no paran de moverse. Cuando uno mismo, o
una fotografía, una frase o un portazo entran en un espacio,
éste curva su sentido. En el mismo momento uno, o la fotografía,
la frase o el portazo, también curvan su sentido y de esta
manera sus puntas se tocan. La relación con un espacio nunca
es unidireccional, sino esférica y envolvente, porosa y contagiosa,
de suerte que uno, el portazo y el mismo espacio no saben de repente
cuánto tienen de uno, de portazo o del mismo espacio, pues
son todo parte de la misma composición y están compuestos
de lo mismo.
Se agolpan, se solapan y se curvan, entonces, los sentidos del espacio.
Se pliegan, los espacios y con ellos sus sentidos, y de repente
son a la vez objeto, sonido, memoria, sentimiento y argumento, y
uno quiere llegar y comprenderlos y lo único que puede hacer
es hablar acerca de ellos, trazar signos sobre una página
en blanco y seguir curvándose en sí mismo(s). “El
pliegue implica el volumen y comienza a construir el lugar, claro,
pero por multiplicación o multiplicidad, su plegadura acabará
llenando el espacio.” (Serres 1995:
46).
Podríamos decir, de otra manera y
para seguir curvando, que no es que un espacio se llene, se observe,
se huela, se palpe o se oiga, sino que un espacio implica/compone
una forma de palpar, de ver y oír, de pensar o desplazarse.
Un espacio es una forma de ser (en/con) ese espacio. Una forma de
andar o de tener prisa, de sudar, besar o compartir copa, una composición
conjunta de múltiples sentidos. Leyendo a Bachelard (1965:
172) en su poética: “Yo soy el espacio donde estoy”.
O dicho con Pardo (1992: 15) nuevamente, me
queda más claro: “(…) no es solamente que nosotros
ocupemos un espacio (un lugar), sino que el espacio, los espacios,
desde el principio y de antemano nos ocupan.”
Del sonido y sus sentidos
Hace calor la ventana está abierta
unos niños juegan en el patio
vociferan gritan chillan
me sacan de quicio
entonces salgo y voy a sentarme
en un banco en una plazoleta cercana
aquí estoy por fin tranquilo
y unos niños juegan y chillan a mi alrededor, los querubines.
Raymond Queneau (1967: 33)
De la misma manera que le ocurre al espacio, el sonido también
está hecho de tramas heterogéneas, de curvaturas y
pliegues, y adopta sentidos que se solapan continuamente. Un sonido
cualquiera pasa con extrema facilidad de ruido a música,
de deseo a tortura, de anécdota a cultura o, lo que es peor
y muy habitual, de rebuzno a manifiesto y de desvergüenza a
estructura.
Al sonido uno puede llegar buscando volúmenes, timbres y
frecuencias, y se topa con audímetros, gráficos y
más de un aburrimiento. Otros buscan decibelios y ruidos,
en el sonido, y ciudadanos modelo de sensibilidad cívica.
Las escalas, los arpegios o la armonía también están
dentro del sonido, y toman a menudo la forma de un esqueleto agradecido.
La improvisación y los cuartetos de jazz también forman
parte del sonido y toman tantas formas y sentidos como gestos y
sorpresas tiene la imaginación. Adentro tiene el sonido también
el grito de la vecina, el del placer y el de los rencores acumulados,
en desconcertante convivencia. Uno tiene también adentro
muchos sonidos, los de los propios miedos y los del apetito, los
de las inoportunas voces de la buena conciencia y los de las sonrientes
voces del deseo.
Hay sonidos que están hechos de pura memoria y estómago,
como ciertas canciones, y sonidos que pasan de saludo a despedida
en menos que canta un gallo. El canto del gallo o del ruiseñor
están cargados de sueño y de secretos, como el de
las sirenas. Y el alboroto nocturno, por ejemplo, pasa de la alegría
al insomnio con la misma facilidad que unos lo llaman decibelio
o incivismo y otros hipocresía o política especulativa.
Los sentidos del sonido se curvan y terminan plegándose.
De esta manera, las calles desiertas y los gatos dormidos suenan
tanto a rumor y sigilo como a atención latente. Suenan las
bodegas y las páginas de los libros; a eco, misterio y paciencia.
Las catedrales suenan a himnos, y los ejércitos a salmos,
y ambos a respiración contenida. Suenan sin cesar los aeropuertos
y las colmenas, a cuerpos en movimiento; las almohadas suenan suave,
a cuerpos en reposo y a sueño. Las oficinas suenan a sillas
con ruedas, y las sillas con ruedas a oficinas; los comerciales
suenan a súplica y oración y mentira, como suenan
los púlpitos, a lecciones e insulto. Suenan las cocinas,
a tintineos y a apetito, a fuego y agua hirviendo. Las televisiones
suenan a deseos enlatados y esperanzas, como los escaparates y las
cajas de Pandora. El propio cuerpo suena; está compuesto
de latidos y balbuceos, de llantos, palmadas, pasos y aplausos.
Suenan las camas, a gemidos y a ronquidos, a desesperación
y a deseo. Suenan las calles y las plazas, a rumores colectivos
y bocinas de impaciencia, a saludos y canciones, a vuelos de helicópteros
panópticos, a manifiesto y cacerolas, a martilleo y carcajadas.
Hay sonidos con gran densidad de sentidos, como los himnos que,
además de pseudo-música, componen filas de cuerpos
contenidos, manos y vistas alzadas, culos prietos, voluntades compartidas
y disidencias silenciadas. A algunos incluso se les eriza la piel,
y faltan palabras. Otros sonidos, en cambio, son sutiles, y componen
pequeños espacios sensoriales, como el ronroneo de un gato
en el regazo, que está hecho de caricias y reposo, de ojos
entreabiertos y de una misteriosa y atávica complicidad.
Pero sigamos con los sentidos del sonido, que son muchos y muy
interesantes. El de la bienvenida al mundo, por ejemplo. El sonido
y su primer sentido empiezan en el mismo cuerpo, con el oído
fetal; en el cuerpo lleno de ruido intrauterino, entre el que se
empieza a reconocer lo que será la primera interpelación
a la vida, el saludo de la voz de la madre. Sloterdijk lo denomina
la primera comunión audiovocal del sujeto, su bautismo
acústico (2003: 456). La escucha de
la voz de la madre es el primer gesto intencional del sujeto, su
primer salir-de-sí, en el que se inaugura el primer
espacio de sentido. Sloterdijk enfatiza el papel de esta esfera
sonora prenatal entendiendo que estas primeras resonancias componen
el núcleo sensible del sujeto y el espacio en el que se ejercitará
su accesibilidad y comprensión del mundo.
Al escuchar consuma el oído la acción originaria
del sí mismo: todo posterior yo-puedo, yo-quiero, yo-vengo,
enlaza necesariamente con este primer movimiento de vivacidad espontánea.
Al escuchar se abre el sujeto en devenir y sale al encuentro de
un determinado afinamiento en el que percibe maravillosamente claro
lo suyo. Por naturaleza, tal escucha sólo puede
remitirse a lo que resulta bienvenido. Bienvenidos, en sentido estricto,
son para el sujeto en devenir sólo los tonos que le hacen
oír, a su vez, que es también bienvenido.
“Por audiciones prenatales, el oído es provisto con
un tesoro de prejuicios acústicos (…) que le facilitarán
la orientación, y sobre todo la selección, en su trabajo
posterior dentro de la olla de ruidos de la realidad.” (Sloterdijk
2003: 453 y 457). Con la bienvenida del sujeto, el sonido inaugura
su extraordinaria capacidad para generar espacios de sentido, escenarios
y realidades, y deviene así un privilegiado compositor de
tramas narrativas. El sonido es el grabado inmediato y continuo
de los movimientos del espacio, nos cuenta cosas acerca de sus objetos
y sus habitantes, de sus continuidades y acontecimientos. Nos sitúa,
creando lejanías y certezas. Cada instante sonoro es una
especie de escritura y lectura de lo que sucede, de las características
del entorno y de la posición del oyente en el entorno.
Leamos un “lienzo sonoro” que encuentra Chion (1999:
22-23) entre los poemas de Víctor Hugo y que nos remite a
esta capacidad compositiva del sonido en un despliegue de percepciones
sonoras que narran al poeta el entorno y sus acontecimientos.
Oigo unas voces. Luces a través de mi párpado.
Una campana dobla en la iglesia de San Pedro.
Gritos de los bañistas. ¡Más cerca!, ¡más
lejos!, ¡no, por aquí!,
¡no, por allá! Los pájaros gorjean; Jeanne también.
Georges la llama. Canto de los gallos. Una llana
raspa un tejado. Unos caballos pasan por el callejón.
Chirrido de una guadaña que corta la hierba.
Choques. Rumores. Unos retejadores andan sobre la casa.
Ruidos del puerto. Silbido de las máquinas recalentadas.
Música militar que llega a bocanadas.
Guirigay en el muelle. Voces francesas. Merci.
Bonjour. Adieu. Sin duda es tarde, pues ya
Se acerca mi petirrojo a cantar justo a mi vera.
Estrépitos de martillos lejanos en una fragua.
El agua chapotea. Se oye el jadeo de un vapor.
Entra una mosca. Aliento inmenso de la mar.” [1]
Pero el sonido no sólo describe e informa de lo que sucede,
sino que conforma atmósferas de seducción que atrapan
al oyente con vínculos hechizantes. Cuenta la Odisea que
Ulises, ante el consejo de la maga Circe de precaverse durante su
viaje por el mar de la seducción mortal del canto de las
sirenas, pidió a sus compañeros de viaje que le amarraran
de brazos y pies al mástil de su embarcación para
poder oír su canto.
Amigos, es preciso que todos —y no sólo uno o dos-
conozcáis las predicciones que me ha hecho Circe, la divina
entre las diosas. Así que os las voy a decir para que, después
de conocerlas, perezcamos o consigamos escapar evitando la muerte
y el destino.
Antes que nada me ordenó que evitáramos a la divinas
Sirenas y su florido prado. Ordenó que sólo yo escuchara
su voz; mas atadme con dolorosas ligaduras para que permanezca firme
allí, junto al mástil: que sujeten a éste las
amarras, y si os suplico o doy órdenes de que me desatéis,
apretadme todavía con más cuerdas.” (Odisea
XII, 154-164).
El poder del sonido para hechizar, doblegar voluntades, movilizar
cuerpos y almas, seducir corazones o llamar a la vida y a la misma
muerte es un tema recurrente en nuestro imaginario literario y mítico,
y en nuestra historia arquitectónica y política. Como
cuenta muy bien Sloterdijk, “Quizá la historia misma
sea una lucha titánica por el oído humano” (2003:
433).
El oído siempre se ha considerado el sentido desprotegido
—el oído no tiene párpados— y se ha relacionado
con la entrega confiada, ante la que el sujeto y la multitud debe
volverse sagaz ejercitando una capacidad de resistencia a la fascinación
del hechizo acústico.
El sonido es fugaz, desaparece con facilidad y no puede poseerse
(Simmel 1986: 684), además, a diferencia
de la vista, caracterizada por su distancia con el objeto y por
la razón como instrumento, el oído es colectivo y
ha pasado por ser siempre el sentido de las emociones y de la afectividad,
y así “tiene la capacidad de crear unidades sociológicas
y comunidades mucho más estrechas de impresiones que las
que se producen a partir de las sensaciones visuales” (Abad
citando a Simmel 1986: 686). Serres lo resume
muy bien en Los cinco sentidos: “Lo audible domina
por su capacidad amplia, el poder pertenece a quien posea campana
o sirena, a la red de emisores de sonido.” (2002:
141).
El poder conmovedor del sonido también tiene que ver con
la difusa distancia entre la fuente sonora y la escucha. Sloterdijk
apunta que, de hecho, las sirenas no emiten un canto único
que fascina a todo oyente. Su canto no es más que el sonido
del propio viajero. Las sirenas cantan desde la laringe del oyente,
por eso son irresistibles, porque emiten el canto deseado. Es una
manera excelente de decir que, de hecho, uno siempre está
en el centro de los sonidos y en el mismo instante en que suceden,
y que la propia escucha aporta tanto al sonido como la misma fuente.
Los límites entre el cuerpo y el sonido son muy a menudo
confusos e indiscernibles puesto que todo sonido, al ser oído,
parece que en el fondo también se emita dentro de uno mismo,
y para cuando uno oyó algo, ese algo ya tomó asiento
en los oídos y en todo el cuerpo. “La música
se instala en nuestra intimidad y parece fijar allí su domicilio.
(…) se adentra en lo más recóndito del alma”
(Jankélévitch 2005: 17).
Ante la olla de ruidos de la realidad, entonces, el sujeto debe
instaurarse como punto de fuerza de una no-conmoción (Sloterdijk
2003: 433) que ha permitirle discriminar retóricas de musas
e himnos de cantos, y evitarle las desgracias sirénicas.
El poder conmovedor del sonido también sirve, sin embargo,
para conformar vínculos y cohesión. La capacidad de
selección acústica que adquiere el sujeto para resistir
al hechizo sirénico ha de servirle también para construir
espacios de complicidad socioacústica, pues la sociedad está
hecha de personas que se escuchan: la sociedad es una inmensa caja
social, emisora y receptora (Serres 2002:
143).
Me permito tomar unas líneas prestadas que resumen esta
idea y que ponen punto y aparte en este recorrido por los sentidos
del sonido.
La lujuriante isla humana está llena de olores y ruidos
que podrían definirse (…) como el soundscape característico
de un grupo: un paisaje sonoro, una sonosfera que atrae a los suyos
como hacia el interior de un globo terráqueo psicoacústico.
(…) cada uno de sus miembros está unido con mayor o
menor continuidad al cuerpo de sonidos del grupo a través
de un cordón umbilical psicoacústico. Y la pérdida
de esa continuidad es semejante a una catástrofe. (…)
“corresponderse” mutuamente, en este caso, pertenecer
al mismo grupo, en efecto, no significa de entrada más que
escucharse juntos —y en eso consiste, hasta el descubrimiento
de las culturas de la escritura y de los imperios, el vínculo
social por antonomasia (Sloterdijk 1993:30-31).
Sonotopoi: los sonidos del espacio, los
espacios del sonido.
“ L’espace est envahi, entier, par la rumeur;
nous sommes occupés,
entiers, de la même rumeur.”
(“ El espacio es invadido, entero, por el rumor;
nosotros nos llenamos,
enteros, del mismo rumor” )
Michel Serres ( 1982: 32) |
En muchas ocasiones un sonido llena de tal manera un espacio que
pasa que todos los elementos de ese espacio se convierten de repente
en ese sonido. Una cama, por ejemplo, hecha de ojos en sueños,
de cuerpo en reposo y de pies descalzos, si se llena del sonido
de un despertador, se convierte en un espacio-despertador completo,
en el que el cuerpo, los ojos, las manos y la misma cama son todo
alarma de despertador hasta que cese su estrépito.
También podríamos contarlo al revés: en muchas
ocasiones un espacio llena de tal manera un sonido que pasa que
todos los elementos de ese sonido se convierten de repente en ese
espacio. Un repiqueteo agudo e insistente, por ejemplo, hecho de
dos pequeñas campanas que reciban rápidos y constantes
golpes mecánicos de un pequeño badajo conectado a
un reloj, si se rodea de dormitorio, de una cama y dos cuerpos en
reposo amaneciendo, se convierte en un espacio-despertador completo,
en el que el sonido se convierte en una alarma para despertarse,
los cuerpos son cuerpos oyendo un despertador y despertando y el
dormitorio completo es todo espacio-despertador o espacio que
despierta. Dicho de otra manera aún: en ocasiones, el
sonido y el espacio establecen tal relación de mutua expresión
(se expresan juntos) y de mutua comprensión (se comprenden
juntos) que componen algo que merece un análisis particular
y, en mi opinión, incluso un nombre nuevo.
Puede pasar que un himno, el pasillo del metro, un ronquido, un
campo de fútbol o la lectura de un manifiesto se conviertan
en todo sonido y todo espacio a la vez, curvados en sí mismos
y en mutua composición. Son entonces espacios compuestos
de (que componen) sonido y sonidos compuestos de (que
componen) espacio. Son sonotopoi, en el sentido literal de la palabra
(sonidos/espacio-lugares-): son lo uno y lo otro, indiferenciadamente,
y ya no son ni lo uno ni lo otro, sino algo que es diferente a ambos
y que tiene un comportamiento propio. Son composiciones sonotópicas,
en las que el sonido y el espacio establecen una relación
de enunciación de sí mismos y crean composiciones
que inauguran formas de acontecer de la vida cotidiana.
Entendido que un sonido siempre forma parte de un espacio, y que
un espacio es siempre de alguna manera sonoro, el análisis
sonotópico puede iniciarse desde cualquier escenario o premisa.
Podemos analizar, por ejemplo, qué tipo de composición
sonotópica crea tal o cual plaza de noche, la sala de espera
de una pensión en verano, una manifestación por los
derechos de la música en vivo o el bar de la esquina sin
su parroquiano habitual. También podemos preguntarnos qué
tipo de composición sonotópica crea el sonido de un
disparo al aire en la disuasión de una marcha, el de una
rúa de carnaval con sonriente alcalde incluido, o el del
lloro de un bebé en la visita guiada de la capilla sixtina.
Pero volvamos al inicio de nuestro texto: ¿qué tipo
de composición sonotópica componen las alarmas que
oímos cotidianamente?; ¿qué ocurre cuando salta
una alarma en las puertas de una tienda, en el techo de un coche
de policía o en la fachada de un edificio?; ¿qué
tipo de composición sonotópica establecen estas alarmas?
Pensemos, para ejemplificar nuestro análisis, en tres tipos
de alarma habituales en nuestros espacios cotidianos:
- Las barreras sonoras en la entrada y salida de distintos recintos
(tiendas, edificios, instituciones e instalaciones varias);
- las sirenas en coches de policía, ambulancias y bomberos;
- las alarmas de la propiedad, instaladas en pisos, coches y
demás espacios privados.
En primer lugar, y para los tres ejemplos, el sonido de la alarma
suele llenar por completo el campo sonoro que ocupa, llamando la
atención a toda persona cercana y creando un estado momentáneo
de conmoción en el que casi todo el mundo calla, busca con
la mirada el centro del sonido y reconoce con más o menos
acierto el sentido o motivo de la alarma. Un espacio, un centro,
una mirada atenta y un sentido.
1. Primera acción compositiva: la alarma crea un espacio
completo de conmoción, con un centro de atracción
que orienta la atención de las personas que componen el espacio
y ofrece un sentido de su presencia.
El espacio de conmoción en el primer ejemplo es evidente:
cuando suena la alarma en la salida de una tienda, o en una puerta
de embarque, por ejemplo, todo el mundo susurra, calla y observa
por un instante al centro de atracción, que es tanto la persona
que en ese momento cruza la barrera y todo lo que lleva consigo
(maletas, bulto en los bolsillos, zapatos o abrigos, su rostro,
la expresión de sorpresa, vergüenza o indignación)
como el guardia de seguridad, el policía o el propietario
más cercano (su gesto, de actitud desafiante o igualmente
sorprendida). El total de los oyentes, aunque solo sea un instante,
concentran su mirada en dichas personas, en ambos rostros y complementos
(los bolsillos, la mano echando mano a la maleta, el bolso, el uniforme)
y, comprendiendo que se trata de un robo, de un peligro o un error,
se preguntan cuál será el motivo concreto que ha desencadenado
la alarma, cuál el peligro, la sanción o la imprudencia
y, por supuesto, cuál será el desenlace.
La sirena de un coche de policía, de una ambulancia o de
un coche de bomberos también componen un espacio de conmoción:
de persecución, de retrovisores inquietos, de impacientes
bocinas, pañuelos blancos y bruscos frenazos. El centro de
atracción de miradas y escucha en este caso es el mismo coche,
la furgoneta o el camión, así como sus colores, sus
rótulos identificativos —azul, blanco, rojo; policía,
ambulancia, bomberos— y sus sirenas características.
Su sentido es la presencia de una urgencia (en forma de delito,
enfermedad o incendio) que requiere paso y rapidez, que tiene prisa
y no espera.
En tercer lugar, las alarmas de la propiedad también componen
un espacio conmocionado cuando estallan. El centro de atracción,
aunque suele ser más difícil de reconocer, resulta
ser el mismo objeto supuestamente agraviado —un coche, una
tienda cerrada o la puerta de un piso—. Toda la calle o el
edificio suena a impertinente queja ciega, basada en la mínima
posibilidad de pérdida, y a petición pública
de auxilio; y los oyentes, curiosos a veces, tratan de identificar
los motivos del reclamo y esperan pacientes a que la máquina
calle de una vez por todas.
Reconocido el motivo de la alarma, las personas que forman parte
de este estado en suspenso se preguntan cuál será
el desenlace, y esperan o provocan la reacción, el gesto,
el movimiento que finaliza con dicha alarma y el estado de conmoción.
Toda alarma es, por definición, un estado de excepción,
y suele conllevar siempre una determinada variedad de opciones que
permiten que finalice. Un espacio entre paréntesis esperando
el gesto que disuelva el punto de inflexión.
2. Segunda acción compositiva: establecido un centro
de atracción y su sentido, el poder de la alarma se centra
entonces en la reclamación de un movimiento que resuelva
el estado de conmoción.
El supuesto infractor y el guardia de seguridad o el propietario
del establecimiento deberán resolver la situación
creada por la barrera sónica mediante algún tipo de
movimiento: el de la huida y la persecución, el de la entrega
del ilegítimo objeto y la consiguiente reprimenda o detención
o la disculpa por el error de la máquina y la clara ofensa
del agraviado. El movimiento que reclaman nuestras sirenas para
la resolución del estado de conmoción es totalmente
práctico: es la cesión de paso en su camino, el acto
de hacerse a un lado y facilitar su rapidez de movimientos. El movimiento
que reclama, en cambio, la alarma de las propiedades ofendidas es
la huida del supuesto agresor y la rápida denuncia por parte
de algún oyente que atraiga a las fuerzas del orden dominante.
A la vez que crea un espacio y un centro con sentido, que orienta
la atención y reclama un pequeño gesto, la alarma
realiza una serie de acciones más complejas:
- nos recuerda que existe y que funciona (que puede sonar y suena)
en un espacio determinado, cuáles son los motivos de su
presencia en dicho espacio y qué criterios que hacen que
se active, suene y genere de nuevo un estado de conmoción:
se actualiza.
- nos sitúa en el centro del discurso que conlleva su
presencia —sus premisas y argumentos— y nos interpela
a posicionarnos: reproduce un discurso.
- establece, en los espacios que compone, ciertas maneras de
expresarse, moverse y observar movimientos, de escuchar y ser
escuchado, de mirar y ser observado: establece un régimen
de sonoridad.
3. Tercera acción compositiva: la alarma supone, cada
vez que suena, una efectuación concreta de unos usos del
sonido y del espacio por medio de una relación compositiva
que: actualiza sus posibilidades, reproduce un discurso determinado
y establece un determinado régimen de sonoridad.
Cada vez que acontece una composición sonotópica,
ésta renueva y actualiza un determinado uso de sus elementos
compositivos. Cuando suena una alarma, ésta actualiza un
determinado uso del sonido y del espacio y pone en común
una serie heterogénea de elementos: un tipo de tecnología
sonora con un mensaje determinado, en un espacio determinado, con
un conjunto de personas que oyen, miran y reaccionan de determinada
manera. Podríamos decir que cada vez que suena una alarma,
ésta compone además un determinado régimen
de sonoridad,[2]
que establece un conjunto de posibilidades de expresión sonora
y de escucha, un determinado campo de visibilidad, unas ciertas
posibilidades de reacción ante el estado de conmoción
y, en definitiva, una relación de poder (Foucault
1998: 206) que actualiza —reproduce— la presencia
de un discurso determinado.
Cuando una barrera sonora hace saltar la alarma de una tienda,
de una zona de embarque o del edificio de hacienda, está
actualizando una posibilidad concreta del uso de la alarma y de
dichos espacios y está renovando a la vez su propia existencia.
En el caso de la tienda, por ejemplo, actualiza el hecho de que
los objetos en venta puedan contener pequeños espías
dentro, y en el caso de un aeropuerto o un edificio público,
de que cualquier bolsa o bolsillo sea considerado un potencial albergue
de armas. También actualiza, en el caso del aeropuerto o
del edificio, que, en respuesta a una serie de normas de seguridad,
ciertos espacios puedan permitirse instalar máquinas que
registren los objetos personales que uno lleva encima, buscando
sospechosos fragmentos metálicos. Por otro lado, la presencia
de tantas barreras sonoras actualiza el hecho de que, cada vez más,
la relación con ciertos espacios esté teñida
de sospecha y de que la posible relación delictiva que uno
pueda tener con un espacio pueda ser comunicada abiertamente a todo
oyente presente. El discurso en el que nos sitúan las barreras
sonoras de acceso y salida es, claramente, el de la inseguridad
del espacio, la sospecha del otro y la necesaria entrega a la inspección
pormenorizada. Esta situación, además, nos obliga
a posicionarnos cada vez que suena una alarma. Si somos los acusados,
mostramos nuestras bolsas con satisfacción o a regañadientes,
entre suspiros de paciencia, creyendo exagerado el trámite
o con alabanzas y sonrisas por la eficacia del sistema. Como oyentes/observadores
ajenos al pitido, nos quedamos quietos y opinamos —¿se
estará llevando algo? ¿irá armado? ¿llevará
un cinturón de platino?— y no podemos evitar pensar
en la posibilidad del delito, sus consecuencias, y el mal trago
de sentirse juzgado públicamente, con culpa o sin ella.
En el caso de las sirenas, cada vez que suenan en el capó
de un coche de policía, de una ambulancia o de un camión
de bomberos, renuevan el hecho de que determinados conflictos (un
delito, un incendio, una enfermedad) deban tener una presencia continua
en el espacio público y de que estemos continuamente contemplando
las tareas de los cuerpos del orden en el cuidado de nuestras propiedades.
También actualizan el hecho de que un delito, una enfermedad
o un incendio sean acontecimientos que merecen generar estados de
excepción compartida, y nos sitúan en el centro del
discurso de la inseguridad, de nuevo, pero ahora centrada en otras
propiedades: el cuerpo, la salud, el dinero, la casa.
Y hablando de casas, ¿qué ocurre con las alarmas
de la propiedad privada? Cada vez que suenan renuevan el eterno
pacto, el de la propiedad. Nos recuerdan continuamente que hay gente
que tiene, gente que roba y que hay máquinas que no sólo
no funcionan, sino que nos quitan el sueño impunemente. Cada
vez que una alarma se dispara ante la mínima posibilidad
de agresión a la propiedad privada se actualiza el hecho
de que el mantenimiento de dicha propiedad merece ocupar todo el
espacio posible, sin reparos ni ataduras, ocupando todo espacio
ajeno. No es exagerado afirmar que, cada vez que suena la alarma
de una tienda, de un coche, del piso del vecino o de la moto anónima,
su función principal no es sólo llamar la atención
sobre un posible robo, sino hacernos a todos responsables del mantenimiento
del principio de la propiedad privada. Toda conversación
se interrumpe momentáneamente, las miradas buscan delincuentes,
susurran sospechas, amarran sus bolsos o deslizan cerrojos.
Como en el caso de las barreras, ante la escucha de una alarma
de la propiedad no podemos dejar de posicionarnos: maldiciendo al
inoportuno agresor por su delito o simplemente por romper el silencio;
maldiciendo al impertinente propietario por su falta de respeto
al querer compartir sus miedos; maldiciendo a la alarma, que de
nuevo saltó sin motivo aparente en una nueva cruzada contra
el sueño. También nos posicionamos, cuando oímos
una alarma, respecto al estado de la mafia organizada o del hurto
de poca monta, respecto a la contaminación acústica
y sus intocables generadores o respecto a la necesidad de vaciar
de alarmas el espacio público, a estas alturas del partido
tecnológico.
Y el problema es que no son anecdóticas o excepcionales,
sino cada día más habituales y asumidas sin demasiada
protesta. Nuestros espacios cotidianos se llenan de impertinentes
pitidos que le cuentan a todo oyente que no pagamos el título
de trasporte en el metro y el bus, que quizá nos metimos
algo en el bolsillo indebidamente o que nuestro cinturón
es sospechoso de terrorismo internacional; la calle se llena de
insoportables alarmas que suenan a cualquier hora, en cuanto alguien
importuna levemente un coche, una moto o un chalet adosado, que
la propiedad es la propiedad, y por todos protegida; la policía
dispara sirenas y tiros al aire en cuanto persigue a quién
sabe quién, y nos despierta si hace falta, que el miedo y
la sospecha duermen sólo sobre una oreja.
En definitiva, lo que propongo en este texto es una determinada
lectura —una escucha distinta— de las alarmas que se
instalan en nuestros espacios cotidianos. Una escucha que nos permita
reflexionar acerca de la capacidad de la alarma para crear espacios
de sentido, actualizar discursos y establecer regímenes de
sonoridad que nos conmocionan a diario. Propongo una escucha crítica
y no conmovida de las alarmas, entendiendo que no tienen tan sólo
la función de ahuyentar infractores, pedir paso entre el
tráfico o avisar al guardia de seguridad de la presencia
de un arma o un objeto robado. Cada vez que suena una sirena, una
barrera sonora o una alarma cualquiera, ésta crea una composición
sonotópica que reproduce los discursos del peligro, la inseguridad
y el desasosiego de la vida urbana sonorizando y visibilizando
la infracción a la norma y llenando de denuncia pública,
de miradas y sospecha nuestros movimientos cotidianos.
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