|
|
Patrimonio, renovación
urbana e institucionalización de la cultura (1) |
Eduardo Kingman Garcés(2)
|
Facultad Latinoamericana
de Ciencias Sociales (FLACSO), sede Ecuador |
Las intervenciones en los centros
históricos constituyen un modelo exitoso. A diferencia de otras
acciones estatales, éstas se producen de modo rápido
y eficaz, actuando tanto sobre los espacios como sobre la economía,
la cotidianidad y los imaginarios. Quien visite Lima, Bogotá,
Guayaquil o Quito tendrá la sensación de atravesar
por escenarios en construcción. Muchas calles de Quito fueron
arregladas de manera presurosa para dar paso a las reinas de belleza,
convertidas en carta de presentación frente al mundo de la
globalización, concebido como espacio abstracto de flujos
y relaciones y como espectáculo; pero algo semejante también
ha pasado en Guayaquil, Lima o Bogotá en circunstancias parecidas.
El modelo es el de avanzar a partir de hitos “rehabilitados”
o “recuperados” (verdaderas avanzadas de conquista)
sobre la base de los cuales se va produciendo la renovación
urbana. A veces se trata de montajes publicitarios o modificaciones
en las fachadas, como es el caso del malecón y el cerro Santa
Ana en Guayaquil, pero capaces de provocar cambios en los sistemas
de representación, que a su vez conducen a modificaciones
en las relaciones cotidianas y en el uso y el valor del suelo. Por
lo general se trata de procesos paralelos relacionados con la modernización
o con el deslumbramiento que produce la modernización.
El patrimonio, concebido en términos espaciales antes que
sociales, ha pasado a constituirse en signo identitario a la vez
que en escaparate o postal destinado al mercado internacional de
“oportunidades”. Si hasta hace no poco tiempo los cascos
antiguos eran percibidos como áreas abandonadas a su suerte,
tugurizadas y peligrosas, hoy se presentan como espacios controlados,
limpios, ordenados.(3)
Se habla de devolver al público los espacios que habían
sido privatizados por el comercio informal o las manifestaciones
y protestas públicas (ver al respecto el plan de rehabilitación
del centro histórico de Lima) pero existe además un
interés no siempre explícito por incrementar la rentabilidad
de las zonas céntricas y beneficiarse por la especulación
urbana y las potencialidades del turismo. Las noticias sobre Lima
que aparecen en el diario el Comercio
están clasificadas de acuerdo a dos tipos de imágenes,
la de la Lima peligrosa, en ruinas, que espera ser rehabilitada
tanto espacial como socialmente, y las de la nueva Lima, moderna,
pujante. Se trata de un proceso de renovación que conlleva
una aparente paradoja: está relacionado con el pasado y con
la administración del pasado, pero sus parámetros
se definen desde la dinámica económica y el cálculo
económico, así como desde una noción de orden
urbano: lo que está en juego es algo más que una mera
nostalgia pasadista.
El problema de los centros históricos se ha convertido,
además, en asunto de los expertos. Estos no sólo han
definido las políticas de intervención sino que han
orientado las campañas publicitarias y las acciones dirigidas
a crear una “cultura del patrimonio”. Los cambios en
las políticas del patrimonio generados a partir de las instancias
municipales y de los organismos internacionales involucrados con
el tema han sido importantes; Sin embargo hay un aspecto que generalmente
se pasa por alto y es que el punto de partida anterior a cualquier
discusión sobre políticas sería saber desde
dónde y cómo se generan esas políticas. Si
asumimos el sentido originario de lo que constituye el ámbito
de lo político, lo lógico es preguntar sobre la forma
en la que se definen las políticas. O si se quiere: el juego
de intereses que está detrás de cada política
(aunque se presente como acción desinteresada, en este caso
relacionada con el patrimonio y la cultura, y por tanto como no
política). No constituye algo sencillo ya que es justamente
esta relación con lo político lo que generalmente
se les escapa a las instituciones y personas encargadas de elaborar
políticas. La acción de los expertos se presenta como
eminentemente técnica y por tanto como políticamente
neutra: define políticas pero aparece como no contaminada
por lo político.
Existe incluso una cuestión previa y es la relacionada con
las condiciones de posibilidad de la discusión misma. Sería
interesante saber de qué modo se definen las preocupaciones
en ese campo y en función de qué necesidades prácticas.
Habría que examinar además qué es lo que convierte
a los que intervienen en discusiones como ésta en locutores
legítimos, y qué actores son colocados fuera de ello.
Preguntarse, por último, acerca de los mecanismos a partir
de los cuales se define una opinión “autorizada”
sobre cultura, centros históricos, patrimonio, y qué
relación existe entre los problemas así planteados
y otros espacios, como los de los medios y su publicidad a partir
de los cuales se dirige la llamada “opinión pública”,
así como con actividades menos nobles como las relacionadas
con el financiamiento y el negocio del patrimonio y con su “policía”.
Todo esto lo planteo en tono de provocación, asumiendo lo
político como proyecto que se define de modo público,
y que tiene que ver con lo que es bueno y justo para la polis
(Arendt 1998). Pero hay algo más
que me hace particularmente sensible a esta temática y es
que desde hace algún tiempo estoy intentando registrar la
historia del gremio de albañiles de Quito; investigando a
partir de historias de vida de viejos albañiles cuyo trabajo
se desarrolló en gran parte en el casco histórico
de la ciudad, lo que les hace herederos de una serie de saberes
relacionados con antiguas técnicas de construcción
y conservación, pero también de otra de las memorias
posibles de la ciudad. Una de las cosas que más ha preocupado
al gremio es constituirse en interlocutores legítimos en
el campo del patrimonio: sus representantes históricos (me
refiero a dos de ellos, Nicolás Pichucho y Segundo Jacho)
están empeñados en trasmitir a la ciudad sus saberes
con el fin de que no se pierdan (“nadie sabe qué hacer
con las viejas casas, cómo cuidarlas, cómo preservarlas”);
asisten como oyentes a seminarios y foros, asumen la defensa del
patrimonio y emiten opiniones desde el público asistente.
Históricamente han participado en la construcción
del centro conjuntamente con los arquitectos; sin embargo se quejan
de que su opinión no es escuchada, no constituye una opinión
autorizada.
Con lo que digo no estoy asumiendo una posición demagógica,
sino planteando un problema que no siempre ha sido tomado en cuenta:
el de que aún cuando el patrimonio se presenta como algo
que pertenece a todos y por tanto constituye (o debería constituir)
un campo de preocupación ciudadana, en la discusión
y definición de políticas de patrimonio no todos tienen
la posibilidad de participar. Nicolás Pichucho conoce con
detalle el centro histórico de Quito, se duele por cada casa
deteriorada, cuestiona cada intervención en términos
culturales y técnicos, es a su manera un experto; sin embargo
su opinión no tiene importancia, o a lo mucho es escuchada
a modo de curiosidad o de folklore. Su punto de partida es sencillo:
si fueron albañiles los que participaron en la construcción
del centro, son ahora ellos los que han de dolerse por su destrucción.
En sus recorridos por las zonas históricas los miembros del
gremio diseñan propuestas que parten de su propio mundo de
vida, emiten opiniones que generalmente no tienen canales para ser
escuchadas. Muestran preocupación por el patrimonio y por
la problemática social vinculada con el patrimonio, pero
en el contexto de una sociedad social y culturalmente excluyente,
sus opiniones no están legitimadas. Aunque la problemática
del patrimonio pertenece a todos, insisto, la definición
de sus políticas se ha convertido cada vez más en
una cuestión privativa de los expertos. Y esto que digo no
vale solo para los albañiles sino para otros sectores relacionados
con los centros históricos que son múltiples y variados,
de modo que no pueden ser colocados bajo un único denominador,
incluido el de ciudadanos.
Lo que intento, en definitiva, es llamar la atención sobre
las condiciones a partir de las cuales se legitima un tipo de opiniones
y se desautoriza otras, o si se quiere (siguiendo a Bourdieu), las
formas cómo se constituye una autoridad legitimada y legitimante
en el campo del patrimonio. Una discusión como ésta
puede ser fructífera ya que habla de la posibilidad de comenzar
a acoger el pensamiento que se genera desde el margen, acercándose
al punto de vista de la gente. |
De las juntas de embellecimiento
urbano a las políticas poblacionales |
La idea del patrimonio surgió
en América Latina en las primeras décadas del siglo
XX, mas sólo tomó peso y significación en los
últimos años. Los criterios de ornato y salubridad propios
de la primera modernidad tomaron forma, entre otras cosas, en el ajardinamiento
y adecentamiento de las principales plazas y calles y en la separación
de los sectores no ciudadanos –particularmente indios y negros-
de esos espacios. Con el paso a la primera modernidad se generó
una preocupación por romper con los antiguos criterios corporativos
-de orden, pero también de yuxtaposición y mezcla- propios
del barroco, y por asemejar nuestras urbes a las europeas. Se trataba
de un nuevo sentido de lo urbano, que conjugaba la idea de modernidad
con las nociones de Distinción y de Decencia. No olvidemos
que las bases sociales de esa modernización urbana fueron poco
modernas.
El cuidado de la ciudad, durante la primera modernidad, estuvo
a cargo de las juntas de embellecimiento urbano convertidas más
tarde en institutos de patrimonio. Estos desarrollaron una preocupación
por la recuperación de ciertos hitos o monumentos representativos
de lo hispano, lo criollo, lo patricio, en momentos en los que las
ciudades habían comenzado a expandirse y modernizarse y en
los que las mismas elites habían abandonado los cascos antiguos,
dando paso a su tugurización. Fueron momentos de modernidad
incipiente en los que el patrimonio fue concebido como nostalgia
o como pérdida, así como preocupación por el
deterioro de ciertos monumentos civiles y religiosos con significado
simbólico.
No es que en esa época faltasen instituciones preocupadas
por la población: por su higienización o por desarrollar
acciones dirigidas a protegerla (persecución de vagos y viciosos,
encierro de huérfanos, ancianos y locos, limpieza racial
del centro), pero se trataba de acciones asiladas, a más
de que se daba una separación entre este tipo de acciones
y las que tenían que ver con el cuidado y ornato de la ciudad,
con el embellecimiento de determinados hitos simbólicos y
la restauración de edificaciones. O si se quiere, existía
una separación entre la cultura ciudadana, concebida como
patrimonio, y alta cultura, y las acciones directamente relacionadas
con la administración de las poblaciones, su policía
e higiene. Tampoco la planificación urbana, tal como se desarrolló
a mediados del siglo XX, se ocupó directamente de las poblaciones;
más bien ésta fue concebida en términos exclusivamente
espaciales, como ordenación del territorio que se había
expandido más allá de los antiguos cascos históricos.
Ahora se ha generado una preocupación de signo distinto
por los centros históricos que incluye no sólo a las
edificaciones sino a los habitantes. Se trata de dispositivos técnicos
dirigidos a monitorear las condiciones sociales de la gente: acciones
que provienen de las instituciones y empresas encargadas de la administración
del centro. Antes de cada intervención se elaboran estadísticas,
encuestas, se realizan mapeos de los usos sociales y culturales
de los espacios, que permiten clasificarlos de acuerdo a la calidad
de los servicios, criterios de seguridad, salubridad o posibilidades
de rentabilidad. Se desarrollan campañas dirigidas al control
del centro (4) así
como a generar una cultura del patrimonio (concebida como equivalente
de cultura ciudadana); se diseñan planes de sostenibilidad
social y de reactivación cultural, se asumen acciones contra
sectores considerados peligrosos como las trabajadoras sexuales,
los mendigos, los vendedores ambulantes, los vigilantes de autos,
charlatanes y artistas populares. (5)
Me parece que hoy existe una relación mucho más directa
entre patrimonio y seguridad, patrimonio y biopolítica.
Las acciones culturales son concebidas como acciones públicas
orientadas a racionalizar los usos culturales de la gente, a ordenarlos
y “potenciarlos”. Buena parte de esos programas están
dirigidos a desarrollar lo que se ha dado en llamar una “cultura”
y unos “comportamientos ciudadanos”. ¿Pero quién
define lo que es un comportamiento ciudadano? Tanto en Quito como
en Bogotá y Lima esa labor ha sido encomendada en buena medida
a la policía (en una noticia del diario el
Comercio de Quito, de Abril del 2003, se habla de “acompañamiento”
policial de los vendedores; en otra de la misma época, de
“espacios legales para la comida popular”, diferenciándolos
de los ilegales. Se trata de intervenciones sobre la esfera pública
pero también de un tipo de acciones que tiene que ver con
los comportamientos de las gentes, con sus sentidos del gusto y
que de un modo u otro se inscriben en los cuerpos (un ejemplo de
esto es la prohibición de besarse, de usar determinadas prendas,
o el condicionamiento a escuchar música “ambiental”,
percibida como culta, en oposición a la música no
culta, popular o juvenil, en el malecón guayaquileño.
¿Cómo es posible esto en circunstancias en las que,
por el contrario, existe una tendencia generalizada al abandono
de todo sentido público? Este tipo de acciones parte del
supuesto ideal de que el centro constituye un espacio privilegiado
por su significado simbólico, en el que es posible reconstituir
lo público. Se parte de la idea de que la ciudad es un organismo
que tiene un centro o eje a partir del cual puede reorientarse.
En el fondo se trata de la ilusión tecnocrática de
que la ciudad puede ser ordenada, se puede imprimir en ella una
racionalidad que abarque todos los campos, incluido el de la cultura,
que se pueda imprimir una cultura de la racionalidad (una cultura
aparentemente moderna pero que sigue siendo heredera de la idea
de alta cultura) a partir de un núcleo central organizado.
Se trata de planes de organización social y cultural del
centro, en condiciones en las que las ciudades se han hecho caóticas,
desordenadas, inmanejables y en las que la noción de cultura
como esencia ya no tiene sentido. Se podría argüir que
se trata de acciones experimentales y que éstas se han visto
favorecidas por las inversiones que se realizan en determinadas
zonas de los cascos antiguos. ¿Pero qué se experimenta,
cómo y con qué finalidad?
Valdría la pena hacer un seguimiento de las distintas propuestas
económicas, sociales y culturales hechas para los centros
históricos y asumirlas de una manera crítica e integral.
Metodológicamente tendríamos que relacionar esas propuestas
con las acciones que se producen en otras esferas, como por ejemplo
al interior de los medios y de la cultura de masas (que fabrican
constantemente imágenes del centro, reinventando sus significados
y orientando la opinión de la gente como antecedente de las
intervenciones), las políticas de inversiones públicas
y privadas (dirigidas a imponer criterios de rentabilidad y a cambiar
los usos del suelo), las relaciones entre patrimonio y turismo y
el interés puesto por el negocio turístico internacional
en la construcción de parques temáticos, o todas esas
acciones relacionadas con lo que en tono igualmente provocador me
atrevo a llamar “policía del patrimonio” (desalojos,
reubicaciones, vigilancia y limpieza social y étnica de las
áreas históricas). Me da la impresión de que
todas esas prácticas institucionales, aparentemente ajenas
a lo que se concibe como el ámbito de la cultura, están
cambiado, de modo imperceptible, el sentido y el significado de
los centros históricos. (6) |
La cultura del patrimonio
y la administración de las poblaciones |
¿Qué tipo de relación
se establece actualmente entre cultura y patrimonio? Se trata de algo
complejo que sólo puede entenderse en el contexto actual de
interconexiones, a la vez que oposiciones entre las culturas, en el
ámbito mundial. Por un lado asistimos a un proceso de legitimación
de un sentido patrimonial de la cultura, por otro a un discurso y
una práctica orientada a incorporar otras formas culturales
bajo un discurso aparentemente democrático del multiculturalismo
y la diversidad. Lo primero se orienta a poner en funcionamiento los
mecanismos de distinción entre alta y baja cultura a partir
de la diferenciación de ciertos espacios y públicos
considerados cultos (lo que incluye tanto teatros y salas de conciertos
como restaurantes, discotecas y cafés de carácter exclusivo
y excluyente) de los no cultos o masivos, así como a la generación
de espacios controlados, civilizados y civilizatorios, como el malecón
de Guayaquil. Lo segundo está relacionado con la conversión
de las manifestaciones populares en mercancía o espectáculo,
fuera de cualquier proceso de participación de la propia gente
que no sea la de meros espectadores. En el contexto de las nuevas
formas de gobierno de las poblaciones planteadas por las agendas globales,
esto puede tomar la forma de “festivales de la diversidad”
(representaciones teatrales de mitos indígenas, artesanía
estilizada, ballets folklóricos). Se podría hablar de
una banalización e institucionalización de la diferencia,
que esconde nuevas formas de racismo.
Al conversar con los viejos albañiles de Quito puedo reconstruir
la imagen del centro como espacio de religiosidad y fiesta barroca
de la que el gremio de albañiles, al igual que otras agrupaciones
como las de los carpinteros, las vivanderas, los sastres, los carpinteros,
era partícipe (“…participábamos en todas
las fiestas con nuestros estandartes, músicos, danzantes”).
Yo mismo conservo la imagen de lugares como la avenida 24 de Mayo,
en la que se desarrollaba un fuerte intercambio social y cultural
y que luego fue convertida -gracias a las políticas de expulsión
indiscriminada de las actividades populares- en espacio delincuencial.
¿En qué medida se podría hablar de que nuestras
ciudades han vivido largos procesos de expropiación cultural
o de pérdida de sentidos? A partir de la investigación
histórica se ha logrado recuperar buena parte de esa memoria.
No se trata, sin embargo, de algo lejano en el tiempo. En las afueras
de la Iglesia de San Francisco de Quito se organizaba hasta hace
poco todo un mundo público relacionado con una rica imaginería
popular, pero hoy ese mundo ha sido reducido a los antiguos baños
de la iglesia, y convertido de alguna manera en un sub.-mundo. La
propia imaginería ha sido afectada por esas circunstancias,
así como el espacio cultural (procesiones, altares, creencias,
imaginarios) relacionado con la producción y circulación
de imágenes. En otros casos se ha dado lo que el historiador
chileno Gabriel Salazar llama un “encarcelamiento de lo popular”:
las ferias, los mercados, los parques. Las propias zonas históricas
de ciudades como Salvador de Bahía, Río de Janeiro,
Bogotá, son concebidas como zonas seguras en oposición
a las inseguras (el resto de la ciudad) pero sólo logran
sostenerse a partir de prácticas de vigilancia policial y
de separación étnica y social.
¿Hay un problema de sensibilidad de nuestros expertos con
respecto a estos temas o se trata de algo que responde a una tendencia
internacional, propia de la sociedad del espectáculo, consistente
en hacer del patrimonio y de la cultura mercancías? ¿Es
posible que estemos asistiendo a un intento de institucionalización
y formalización cultural, y con ello a un desgaste de sus
contenidos? Se trataría de la imposición de una mirada,
incluso si se presenta como “mirada abierta al otro”
o como “acción al servicio del otro”, dirigida
a mejorarlo o a potenciarlo. Esa mirada, intenta ser organizada
desde un nuevo modelo civilizatorio, propio de la sociedad del espectáculo,
sin que los agentes tengan la posibilidad de participar ni siquiera
en la construcción negociada de sus propias imágenes.
Aparentemente se está dando un peso a la cultura e incluso
a la diversidad cultural y al multiculturalismo. En realidad se
trata de un proceso de empobrecimiento cultural del que no somos
del todo conscientes, y que tiende a confundirse con una supuesta
construcción de democracia y ciudadanía. La cultura,
e incluso, en plural, las culturas, se han convertido en sinónimo
de espectáculo, desprovisto de cuestionamientos y de contenidos.
Los antropólogos catalanes hablan de ciudades-empresas y
de la producción de marcas, la marca-Barcelona, pero también
podríamos hablar de la marca-Bogotá, la marca-Guayaquil,
la marca-Quito.(7) Si los centros históricos han pasado a medirse
con los mismos patrones de los campos temáticos, lo que va
a primar es una lógica utilitaria, desligada de cualquier
consideración histórica y social. Para la Cámara
de Comercio de Lima, por ejemplo, la problemática del centro
está directamente relacionada con la noción de control.
La erradicación de las manifestaciones callejeras en el centro
daría a esa ciudad una ventaja comparativa con respecto a
ciudades menos seguras como Bogotá y Guayaquil. El objetivo
sería “convertir a Lima en una ciudad atractiva, segura
y moderna para que las grandes transnacionales instalen ahí
sus oficinas”.(8)
Al comentar una exhibición de objetos “tribales”
en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, James Clifford cuestiona
el gusto de la sociedad moderna por apropiarse o por rescatar la
alteridad, por organizar las artes no occidentales a su propia imagen,
así como la tendencia a descontextualizar esa producción,
a descubrir en ella capacidades “humanas” universales
y ahistóricas, a neutralizar sus propios valores (Clifford
1995: 223). Algo semejante se podría decir con respecto
a los centros históricos. En este caso específico
estoy llamando a discutir las prácticas de promoción
o de “revitalización” de lo popular, lo negro,
lo indígena, mediante la puesta en escena de un folklore
caricaturesco (o de un “foro de las culturas”, algo
que ha sido cuestionado en el caso de Barcelona) en condiciones
en las que sus formas vivas (sus expresiones culturales cotidianas)
son expulsadas (o tienden a ser expulsadas, ya que se trata de una
política a mediano plazo) de los espacios públicos.
Por un lado están los procesos fallidos de conversión
de los centros históricos en espacios museográficos,
escenarios vaciados de contenido vital, como ha mostrado Paulo Ormindo
de Azevedo, para el caso de Salvador de Bahia. Por otro lado están
las prácticas de domesticación de lo popular, del
carnaval, de lo sagrado, la organización de ritos sin eficacia
ritual, símbolos sin eficacia simbólica (Delgado
2001: 64), socavando de ese modo su vitalidad, en lugar de dar
paso a la revitalización de las culturas (algo que además
permitiría que un turismo de mayor calidad se beneficiara
con ello).
Me parece, sin embargo, que no se trata de algo definitivamente
saldado, debido al carácter mismo de nuestra modernidad y
posmodernidad y a la capacidad de escape de la población.(9)
Con esto no estoy planteando la posibilidad de desarrollar acciones
culturales puras, al margen del mercado, el turismo o de la propia
cultura de masas, sino en dar paso a las potencialidades creativas
de la gente, sin intervenir en la orientación de ellas. Por
un lado hay que confiar en la inmensa capacidad de los pueblos para
redefinir sus imaginarios y sus prácticas cotidianas, incluso
en el contexto del mundo globalizado y de una nueva “policía
de la cultura”; a más de que no existen consumidores
pasivos de cultura, sino las diversas “tácticas del
consumidor” de las que habla Michel De Certau (1996).
Por otro lado también el turismo, el comercio, la producción
cultural de los medios, se acomodan a las trayectorias locales.
Como muestra Arjun Appadurai (2001)
con relación a la India, el turismo asume los recorridos
de los peregrinajes religiosos, de modo que en el campo cultural
se trata de una relación de ida y vuelta. |
Patrimonio y políticas
de la memoria |
El último asunto al que
voy a referirme es a la relación entre patrimonio, identidad
y memoria. En los últimos años se ha venido hablando
de la necesidad de recuperar la identidad como quiteños, limeños
o bogotanos y en el papel que juega el patrimonio (tangible e intangible)
en ese proceso. Llama la atención esta preocupación
identitaria que se expresa en símbolos y acciones de todo tipo
-banderas, escarapelas, espectáculos, spots publicitarios,
museografía, publicaciones históricas- en momentos en
los que se ha puesto en cuestión cualquier adscripción
fija. Pero, ¿de dónde surge esa necesidad? ¿Cuál
es su sentido? Para empezar, las identidades han dejado de constituirse
como en el pasado, cuando los individuos formaban parte de ciudades
relativamente pequeñas, organizadas a partir de parroquias
eclesiásticas, barrios, vecindarios, en las cuales aparentemente
estaban definidos sentidos de pertenencia. En ese tipo de ciudad
la tendencia era estar adscrito a algo, pertenecer, formar parte
de algo, un barrio, un vecindario, un gremio, una cofradía,
una asociación, unas creencias, así como a un orden,
una adscripción racial, social o étnica con sus propios
patrones culturales
Con la modernidad y más aún con la globalización,
todo esto se fue desmoronando. No tiene validez hablar ahora –si
es que alguna vez lo tuvo- de un centro único -núcleo
espacial, social y cultural al que todo confluye- ni de lazos cotidianos,
habitus estables, que marquen los sentidos. Sabemos que la gente
al mismo tiempo que forma parte de un barrio, un vecindario, se
siente identificada con otras situaciones y espacios reales y virtuales,
sea dentro de la misma ciudad o en Barcelona, Milán, Nueva
York o Murcia. En este caso, antes que de identidades deberíamos
hablar de “juegos identitarios” en movimiento o en permanente
construcción y deconstrucción.
No tiene sentido, entonces, intentar reconstituir signos identitarios
estables y menos aún relacionarlas con patrones abstractos
como la urbanidad, la civilidad o una supuesta ciudadanía,(10)
en condiciones en las que los individuos han pasado a ser partícipes
de situaciones sociales múltiples y de imaginarios cambiantes.
Pero además no podemos perder de vista que nunca existieron
las ciudades idílicas, ordenadas y armónicas, como
se nos presenta ahora en la memoria idealizada de la época
cacaotera, en el caso de Guayaquil o de la ciudad colonial y de
las primeras décadas del siglo XX, en el caso de Quito.
Lo que interesa, entonces, es saber ¿quién define
la identidad de una ciudad y desde dónde? Y en cuanto a la
memoria, ¿se puede hablar, acaso, de una memoria legítima
y de otras que no lo son? Tomemos como ejemplo el caso de la reinvención
de una tradición patricia en Guayaquil, criolla en Lima o
“culta” en Bogotá y Quito. ¿Al trabajar
en la producción de esos tipos de memoria a través
de representaciones públicas, museografía, mensajes
publicitarios, y un tipo de historia por encargo orientada por publicistas,
no se está dejando de lado otras memorias posibles como las
de los albañiles, las mujeres, los gremios de artesanos?
Al mismo tiempo, ¿no se está atribuyendo a la memoria
significados políticos que responden a requerimientos de
hegemonía contemporáneos? |
“En el ámbito
del patrimonio se habla de ‘selección que hace la sociedad’
(...) Pero, ¿quién es esta sociedad? ¿Quién
representa o dirige la representación, quien elige el espejo
y determina la más o menos sutil curvatura del cristal, quién
piensa y elabora el discurso?, ¿Quién efectúa
la selección? ¿Quién decide qué mostrar
en la vitrina? “ (Prats 1997:33) |
A lo que asistimos es a una construcción
de una memoria selectiva y excluyente: a la identificación
del patrimonio con unos supuestos orígenes o esencias relacionadas
con la “limeñidad”, la “quiteñidad”
o la “guayaquiñelidad”, a una domesticación
y cosificación de la memoria. Si es así, el problema
no radica tanto en el valor que se dé o se deje de dar a una
zona, una edificación, una plaza, una acta fundacional, sino
en saber de qué modo determinados significados se convierten
en hegemónicos; esto supone concebir el patrimonio y la memoria
como resultado de construcciones culturales que se desarrollan dentro
de determinados campos de fuerzas sociales, étnicos y de género.
Entendemos por “desnaturalización” del patrimonio,
las acciones dirigidas a develar sus orígenes, desmontar
sus supuestos, desinstitucionalizarlo, mostrar lo que está
más allá de una arquitectura, establecer la relación
entre unos orígenes y un conjunto de intereses y necesidades
corrientes o -siguiendo a Foucault- poco nobles. Existe, como sabemos,
una economía material y simbólica que define lo que
importa o no en términos de patrimonio en cada momento, destaca
determinados hitos, zonas, monumentos, obras de arte, dejando de
lado e incluso desvalorizando otros.
No se trata de un problema puramente técnico (o que pueda
reducirse a una diferencia entre escuelas conservacionistas, integracionistas,
etc.) sino de una disputa de mayor alcance por los usos sociales
y culturales del centro y, por sus significados, anterior incluso
a la idea misma de patrimonio. Esa disputa nos remite a finales
de la colonia, cuando el despotismo ilustrado intentó poner
fin al imaginario barroco, tal como se había dado en América,
consumando un divorcio entre las devociones indígenas y populares
y las prácticas y ceremoniales institucionalmente legitimadas.
Se trataba, en términos de Gruzinzki (1994),
de una verdadera “guerra de las imágenes” cuya
problemática se ha prolongado hasta nuestros días.
Con la modernidad temprana, de finales del siglo XIX e inicios
del siglo XX, esa disputa por recursos simbólicos estuvo
marcada por la idea del progreso, y se expresó en el intento
de expulsión de las manifestaciones “no civilizadas”
del centro (y de manera particular en las relacionadas con el mundo
indígena, negro, oriental y popular), así como en
el adecentamiento de los espacioso sociales. Como señala
Ramón (1999) con relación
a Lima, en una sociedad en la que las elites eran herederas de una
tradición de privilegio, se hacía inadmisible aceptar
la presencia de una “población extraña”
como la de los chinos (de la que, paradójicamente, dependía
económicamente como fuerza de trabajo). Algo semejante sucedió
en el resto de ciudades latinoamericanas en las que la urbanización
temprana produjo una disputa por los espacios. La calle es, de acuerdo
a Sarlo (1996:187) el lugar, entre
todos, donde diferentes grupos realizan sus “batallas de ocupación
simbólica”. El incremento de la población como
resultado de las migraciones y la expansión de las ciudades,
en las décadas siguientes, y los choques culturales generados
en medio de ello, provocaron el abandono de los cascos históricos
por parte de las elites y su tugurización, así como
el desarrollo paralelo de criterios conservacionistas. Con la primera
modernidad, buena parte de los centros históricos de América
Latina fueron abandonados a su suerte, sin que por eso se dejase
de atribuirles un significado simbólico relacionado con una
tradición ibérica.
¡Se trata de momentos anteriores al actual, pero que de un
modo u otro marcan lo que sucede actualmente ya que muchos de sus
contenidos, relacionados con el retorno a unos supuestos orígenes,
han sido resignificados. No puedo detenerme en cada uno de esos
momentos; existe una amplia literatura al respecto en América
Latina y lo que habría que emprender es una lectura desde
el presente.(11)
¿Qué hace que en el contexto de la globalización,
la renovación urbana y la modernización, se dé
tanta importancia al patrimonio? ¿Bajo qué condiciones
determinados espacios, hechos, monumentos, pasan a ser sacralizados,
convertidos en recursos para la reinvención de una tradición?
¿Pero qué hemos de entender, además, por tradición
en el contexto de la formación de sociedades posnacionales
en las que, paradójicamente, el destino de nuestros países
y de su gente intenta ser definido desde estrategias hegemónicas
globales?
No se pueden negar los logros de las intervenciones en los centros
históricos de Quito, Lima o Bogotá en términos
de rehabilitación de los espacios. Pero lo que está
en discusión no es eso sino el sentido político y
cultural de esas intervenciones. La idea de patrimonio es resultado
de una economía simbólica relacionada con “políticas
de la memoria” pero depende, además, de estrategias
dirigidas a rentabilizar el centro en función de determinados
intereses, principalmente relacionados con la industria del turismo
y el negocio inmobiliario. Aunque se trata de campos que responden
a lógicas distintas, se condicionan mutuamente. Así,
muchas veces la llamada defensa del patrimonio (planteada en términos
culturales) constituye un recurso empleado para la renovación
urbana. Otras veces el discurso sobre la cultura o la identidad
se origina en las agendas turísticas internacionales. Por
lo general el qué hacer o no hacer en los centros históricos
se relaciona estrechamente con las imágenes generadas por
los medios y tiene que ver con lo que desde el sentido común
institucional es concebido como decente o indecente, culto o inculto,
civilizado o no civilizado. Las acciones en los centros históricos
se definen en términos de cultura ciudadana (es por eso que
son capaces de generar un consenso) pero no son ajenas a estrategias
de inversiones en campos como el turismo y el negocio inmobiliario.(12)
No olvidemos, sin embargo, que se desarrolla al mismo tiempo una
lucha, muchas veces invisible e invisibilizada, por los usos de
los espacios o por el “descentramiento de la tradición
y de la memoria”, que responde al desarrollo de identidades
distintas a las de la cultura institucional, como es el caso de
las mujeres, los pueblos negros e indígenas, o de ciertas
capas populares urbanas victimas de la violencia política
o social, minorías sexuales, desplazados. Se trata de una
disputa sobre bienes escasos: los espacios centrales, las calles,
las plazas, el uso de las edificaciones, la posibilidad de conjugar
distintas memorias, así como por un sentido democrático
e incluyente de lo público. Una disputa que se libra, sobre
todo, en términos prácticos y desde el margen y que
está relacionada, además, con lo que en términos
de Bourdieu podríamos llamar los sentidos sociales del gusto.
En este ámbito se viene cuestionando la confusión
entre el patrimonio y la construcción de campos temáticos,
así como la necesidad de abordar el tema de la diversidad
como superación del racismo y la desigualdad, y no como mercancía.
|
Bibliografía
UTILITZEU EL BOTÓ "ENRERE"
DEL VOSTRE NAVEGADOR PER TORNAR AL LLOC DE LA CITA
UTILIZAR EL BOTÓN "ATRÁS" DE VUESTRO NAVEGADOR
PARA REGRESAR AL LUGAR DE LA CITA
USE "BACK" BUTTON ON YOUR NAVIGATOR TO RETURN TO THE CITATION
SPOT |
APPADURAI,
A. (2001) La Modernidad Desbordada: dimensiones culturales de
la globalización, Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.
ARENDT, H. (1998) La Condición
Humana, Barcelona: Paidos.
CLIFFORD, J. (1995) Dilemas
de la Cultura: antropología, literatura y arte en la perspectiva
posmoderna, Barcelona: Gedisa.
DE AZEVEDO, P. O. (2001) “La
lenta construcción de modelos de intervención en centros
históricos de América Latina” in Carrión,
F. (ed) Centros Históricos de América Latina y
el Caribe, Quito: UNESCO / FLACSO.
DEBORD, G.(2003) La Sociedad
del Espectáculo, Valencia: Pre-Textos.
DE CERTAU, M. (1996) La Invención
de lo Cotidiano, México: Universidad Iberoamericana.
DELGADO, M. (2001) El animal
público, Barcelona: Alfaguara.
GRUZINZKI S. (1994) La
Guerra de las Imágenes. De Cristóbal Colón
a “Blade Runner” (1492-2019), México: Fondo
de Cultura Económica.
PRATS, Ll. (1997) Antropología
y patrimonio, Barcelona: Ariel Antropología.
RAMÓN, G. (1999) La
muralla y los callejones. Intervención urbana y proyecto
político en Lima durante la segunda mitad del siglo XIX,
Lima: Pomperú-Sidea.
SARLO B. (1993) “Modernidad
y mezcla cultural” Buenos Aires, 1880-1930, Madrid:
Alianza Editorial, pp. 183-195.
V.V.A.A. (2004) La otra cara del Fòrum de les Cultures
S.A., Barcelona: Edicions Bellaterra.
Diarios consultados:
El Comercio de Lima,
El Comercio de Quito, y El Universo de Guayaquil.
|
Notas |
1 - He compartido
estas preocupaciones con Blanca Muratorio, Ana María Goetschel
y Manuel Kingman. Una versión menos extensa de este artículo
fue publicada en el número 20 (septiembre del 2004) de la
revista Iconos, de FLACSO-Ecuador. [tornar]
2 - Profesor-investigador de FLACSO-Ecuador. Dirección
electrónica: ekingman@flacso.org.ec [tornar]
3 - El siguiente texto, que cito in-extenso, es
una muestra del tipo de opiniones emitidas por el sentido común
ciudadano: “Hoy en día podemos ser dignos visitantes
de nuestro Centro histórico y admirar cada una de las majestuosas
edificaciones de la época colonial sin tener que sufrir por
el embotellamiento del tráfico, la inseguridad y el estorbo
de los vendedores ambulantes. Todo esto gracias a las nuevas zonas
peatonales, la reubicación de los vendedores, y la eliminación
de cafés y hoteles de baja calaña. Atrás quedaron
los espacios peligrosos y la suciedad que reinaban por todos los
rincones; ahora todo es distinto, existe un reordenamiento total
del casco urbano, ya son solo recuerdos de las miles de ventas que
cerraban las calles de acceso e impedían observar la belleza
arquitectónica del entorno, actualmente se puede caminar
tranquilamente y contemplar las construcciones antiguas y hermosas,
muchas de ellas restauradas por instituciones públicas o
propietarios privados, todo esta despejado y libre, así mismo
el acceso vehicular ha sido reorganizado por medio de pasos peatonales
y la restricción vehicular los días domingos. El viejo
nicho de atracadores y delincuentes que hacían de las suyas
se ha convertido es un majestuoso lugar para pasear encontrando
fascinantes e interesantes rincones con restaurantes y cafeterías
que aprovechan de este entorno urbano para ofrecer una gran variedad
de comida y un ambiente muy acogedor para toda clase de gustos”.
Susana Agerter, http://utopia.usfq.edu.ec/esp_arte_centro_historico.php
[tornar]
4 - En una declaración reciente (Diario
el Universo, 30 de Julio de 2004) la administradora zonal
del centro histórico de Quito declaraba que la Policía
Metropolitana controlaba a los ambulantes, pero “es difícil
contabilizarlos y evitar su presencia en las vías”[tornar]
5 - La política de recuperación del
centro histórico de Lima, propuesta por PROLIMA lleva la
sigla por demás decidora de “Orden, Limpieza, Seguridad”.
[tornar]
6 - Insisto en que se trata de ensayos de intervención
que se realizan en determinadas áreas y que intentan lograr
un control de la delincuencia pero también de los pobres.
Parte de esto tiene que ver con las acciones orientadas a sacar
a los mendigos y a las trabajadoras sexuales del centro, o incluso,
como en el caso del Brasil, la eliminación de gamines. No
digo con esto que en todas las ciudades sucedan las cosas del mismo
modo. Hay modelos represivos como el de Lima y Guayaquil y otros
que intentan generar un “consenso ciudadano” como el
de Quito, pero en todos ellos el patrimonio está relacionado
con formas de administración y control de las poblaciones.
Se trata, además, de acciones sobre las que no se discute,
que están predefinidas por los expertos. [tornar]
7 - La Corporación Metropolitana de Turismo
de Quito propuso “aprovechar la riqueza cultural de la ciudad
para posicionarla como principal destino turístico a nivel
nacional e internacional”. Para ello creó la marca
ciudad, “que a través de material promocional como
mapas y rutas del Centro Histórico, provee información
de los lugares más representativos del Casco Colonial”.
La marca Quito está relacionada con una imagen colonial idealizada,
a pesar de que la mayoría de las edificaciones del Centro
son de la segunda mitad del siglo XIX e inicios del XX, así
como la noción de alta cultura ( festivales de Música
Sacra y de óperas como el Rigoletto de Verdi o la Scala de
Milán) en una ciudad donde no existe ese tipo de tradición.
Ver al respecto “Quito, con visión de futuro”,
suplemento dominical del diario el Comercio, 10 de Agosto
del 2.004. [tornar]
8 - El Comercio de
Lima, 2 de Febrero de 2.003. [tornar]
9 - Se trata, además, de una orientación
que está siendo cuestionada y frente a la cual se han intentado
presentar alternativas. Si los museos cumplieron una función
en la representación de la cultura de una nación,
hoy se han visto obligados a desarrollar estrategias interactivas
no formales, de descentramiento de la memoria, y a relacionar la
actividad museológica con la producción conciente
de significados que tengan que ver con la vida, necesidades y preocupaciones
de la población (estoy pensando, por ejemplo, en la necesidad
de generar una cultura de respeto a la diferencia). [tornar]
10 - Las campañas oficiales confunden ciudadanía
con puntualidad, higiene, buenas costumbres. [tornar]
11 - La historia, como la antropología,
puede darnos una serie de pistas y elementos de comparación
para entender lo que pasa con los centros históricos. [tornar]
12 - Tanto en Quito, donde la salida de los vendedores
informales del centro fue “negociada”, como en ciudades
en las que se ha empleado abiertamente la violencia, la acción
de los medios ha permitido generar un “consenso ciudadano”.
Valdría la pena estudiar de qué manera funcionan los
mecanismos “generadores de consenso”. [tornar] |
resumen
| abstract |
|
|