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A propósito de D.M. Schneider |
Jorge Grau Rebollo |
Universitat Autònoma
de Barcelona |
“Rivers’s position implies
that a sharp distinction must be made between the notion of «filiation»
or «pedigree» by which an individual can establish a
step-by-step relationship with any one of a great variety of ancestors
(…) and the notion of «descent» which refers to
the unambiguous permanent and involuntary membership of a sectional
grouping within the total society (…) The titles of the papers
notified for this seminar are sufficient evidence of the correctedness
of Rivers’s view that any such broad use of the term «descent»
could only lead to confusion. We now have unilineal descent, non-unilineal
descent, bilateral descent, ambilateral descent, multilinear descent,
optional descent, double descent and even pseudo-double descent
(whatever that means). I must protest most strongly. This is not
the language of science but of gobbledygook”.
E. Leach (1962:
131).
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“It is an accepted if notorious
dictum that anthropologists may be bored by ethnographic facts; but
what is less well admitted is that social anthropologists may be even
more bored by analysis. What anthropologists really like to hear about,
apart from other anthropologists, is anthropology” R.
Needham (1974: 15).
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“Anthropology is, after all, what
anthropologists do”.
D. M. Schneider (en Handler, 1995: 7). |
Quiero comenzar este comentario
con un agradecimiento doble. En primer lugar, a la iniciativa del
consejo de redacción de la revista Quaderns de incluir
réplicas a los artículos presentados, lo que indudablemente
enriquece tanto a la revista como a quién la lee, además
de favorecer un imprescindible feedback académico.
En segundo lugar, agradecer expresa y sinceramente a José María
Ortuño y a Carles Salazar sus estimulantes críticas.
R.H. Tawney aseguraba que ningún historiador podía
escribir como si Marx nunca hubiera existido, y desde luego no parece
una exageración afirmar que en el ámbito de la antropología
del parentesco, nadie puede escribir como si Schneider no hubiese
existido. Y en este sentido mi posición no es de adhesión
incondicional a sus argumentos sino bien al contrario: de prevención.
Otra cosa es que, como ocurre con Needham, crea que tiene razón
en algunas cosas y son estas cosas las que debemos tener presentes
para evitar una radicalización en sus postulados que desembocaría,
probablemente, en el tipo de críticas de Ortuño y
Salazar a la que no es la postura que sostengo en el artículo.
No me reconozco como un deconstructivista del parentesco, pero
sí que me preocupa el uso que hacemos del utillaje teórico
del que disponemos para trabajar con él. En este sentido,
cuando Ortuño sostiene que confundo concepto y fenómenos,
menospreciando el valor analítico y heurístico de
«adopción», por cuanto “su utilidad consiste
en que permite explicar, comprender o interpretar los fenómenos
hallados en la realidad”, creo que lo que he hecho ha sido
precisamente distinguir «fenómenos»
(diversos) y «concepto» (uno sólo) con el objeto
de evitar su confusión, y evitar al mismo tiempo la superposición
de dos dimensiones distintas en un mismo término. Claro que
«adopción» tiene valor heurístico, pero
su aplicación como instrumento analítico puede quedar
gravemente comprometida si lo que minusvaloramos son los fenómenos
hallados en la realidad. Y éste es un aspecto que me interesa
dejar especialmente claro. Salazar se pregunta “no entenc
perquè un concepte que s’origina en els nostres supòsits
culturals no ha de servir per a la comparació cultural”.
La cuestión no es que no deba servir, sino que puede
no servir, y su utilidad en la comparación transcultural
dependerá, entre otras cosas, de que los elementos comparados
sean suficientemente homogéneos como para ser englobados
bajo el mismo concepto. Vamos por pasos.
A finales de los cincuenta, Leach pronunció una célebre
conferencia (que publicaría poco después) en la que
mostraba su preocupación (irritación) por los usos
y derivaciones ad hoc del concepto descent (Kaberry
1967: 105; González
Echevarría 2000: 346; Tambiah
2002). En su opinión, Rivers había demarcado con
claridad la diferencia entre filiation y descent,
pero los usos posteriores habían oscurecido completamente
esta distinción, confundiendo los términos y desplegando
un abanico de matices particulares que lo convertían en inservible.
En los sesenta, Barnes, Langness, Kaberry y A. Strathern, entre
otros, habían expuesto la inadecuación del modelo
segmentario y de determinada concepción de descent
(no su valor heurístico) en la Tierras Altas de Nueva Guinea.
Barth fue explícito al respecto:
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“In my view, the
very extensive debate on descent and filiation, which has raged among
anthropologists of various pervasions, has not produced adequate generalizations
or a comparative understanding of descent systems. This is mainly
because it has been unjustifiably simplistic in its view of the relationship
of native concepts and social life: in part it has focused on these
concepts in vacuo, in part it has assumed an easy identity
between native concepts and their social expression (…) we must
construct models which capture more of the dialectical relation between
concepts and norms, and social reality” (Barth
1973: 18) |
Holy, treinta años después,
partiendo de los problemas que comporta utilizar conceptos desarrollados
dentro de la teoría estructural para responder a preguntas
formuladas fuera de ese marco teórico, se refiere explícitamente
a que: |
“The core of the
confusion is (…) a failure to realise that a concept which might
have its origin in a certain ethnography is not elevated to the status
of an analytical concept because of the capacity to provide a kind
of «metalanguage» by which a wide range of ethnographic
data can adequately be described, but because it enables analysts
to organise their ethnographic data in such a way that they can accommodate
the data within their theoretical model” (Holy
1996: 93). |
En otras palabras: si descent
estaba en la raíz de la discrepancia es porque no se planteaba
tanto su valor heurístico como el hecho de salvaguardar a toda
costa la tipología del sistema segmentario.
Entiendo, pues, que una cosa es el valor heurístico que
«adopción» pueda tener para el investigador y
otra, distinta, que sea eficaz para explicar, comprender o interpretar
fenómenos de la realidad, puesto que para ello es imperativo
que esos fenómenos sean comparables; es decir, el problema
radica en la homogeneidad de las unidades muestrales.
En esta línea, tomo a Needham como exponente de un problema
crucial para la antropología social (y probablemente cualquier
otra disciplina científica): los conceptos presentan dos
niveles paralelos y distintos. Por un lado, un valor de uso práctico,
cotidiano, que permiten la comunicación y el entendimiento
sin necesidad de mayores precisiones. Por otro lado, esos mismos
conceptos tienen una segunda vertiente que exige su demarcación
teórica, una definición profunda que les diferencie
con nitidez de cualquier otro concepto que, aunque pudiera asemejarse,
no coincida. El problema aparece cuando asumimos que no es necesaria
la definición «profunda» porque «ya sabemos
de qué hablamos», o, peor aun, que se presuponga que
ambas definiciones vienen delimitadas por nociones de sentido común.
Needham toma «incesto» como ejemplo. Por valioso que
sea su valor heurístico, desde el punto de vista analítico
resulta extraordinariamente deficiente puesto que los términos
nativos que habíamos venido traduciendo como «incesto»
afectaban a personas distintas, no siempre vetaban las mismas cosas,
tenían implicaciones distintas en las distintas sociedades
y ni siquiera se castigaban igual. Tengo desacuerdos con Needham
en otros ámbitos, pero me parece que en esto tiene razón.
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El problema de las definiciones:
una madre es una madre es una madre. (1) |
“– ¿Una
madre? ¿Y eso qué es? – Preguntó Peter
Pan. – ¡No me digas que no lo sabes! – Se extrañó
Wendy–. Una madre es un ser muy bueno, que nos quiere, nos cuida
y nos cuenta cuentos. – ¿Cuentos? ¡Eso me gusta!
Desde ahora tú serás nuestra madre”.
Peter Pan. |
Tomemos el concepto «clase
media», por ejemplo. Tras constatar la polisemia subyacente
al término «clase», Crompton (1994)
afirma que no existe, tampoco en la clase media, homogeneidad. Sí
parece haber cierto consenso en que excluye trabajadores manuales
(1994: 216), pero
más allá los puntos de corte entre las diversas gradaciones
ocupacionales son múltiples y difusos. Si para Dahrendorf (1979)
la génesis de esta nueva clase social está en las labores
de gestión de las grandes empresas –y por lo tanto esta
categoría estaba integrada por técnicos cualificados,
funcionarios, contables, expertos, etc. –, para Crompton la
diversidad constatable a mediados de los noventa en la caracterización
interna de la clase media obedece también a determinadas cualidades
sociales. La delimitación clara de «clase media»
dependerá, por ejemplo, de si adoptamos perspectivas neomarxistas
o neoweberianas. Así, si seguimos a Eric Wright, la clase media
comprende el 16’6% de la sociedad; si, por el contrario, nos
fijamos en John Goldthorpe el porcentaje se eleva hasta el 45,9% (Feito
Alonso, 1995). Incluso las operacionalizaciones para un mismo
país pueden diferir notablemente (véase para el caso
español Murillo
1959, J.J. González
1992, o Romero de Tejada
1985, entre otros).
Bien, si no he entendido mal las críticas de ambos, tienen
un elemento común: el “aire de familia” de los
conceptos. En mi opinión, el problema en sostener que “El
concepto abstracto debe permitir referirse a un campo mucho mayor
de fenómenos aunque de antemano se sepa que podrán
tener grandes diferencias entre sí” está en
cuán dispares sean efectivamente estos fenómenos entre
sí, porque si lo son tanto quizá la utilidad del concepto
quede severamente limitada (en otras palabras, que la cosa no quede
entre pekineses y galgos afganos, sino entre churras y merinas).
Permítanme poner un par de ejemplos.
Dice Ortuño: “Como no podía ser de otra manera,
a continuación se lamenta de que ese concepto no tenga aplicación
universal y la conclusión que extrae sorprendentemente es
que el concepto no sirve: o todos los perros son como los pekineses
o no hay perro”. No se trata de que consideremos idénticos
a pekineses, lebreros, mastines, etc. por llamarlos a todos «perro».
Es que podemos hablar de «pájaro» y estar comparando
un pelícano y un murciélago porque los dos tienen
alas. Entonces no, el concepto no sirve (o puede servir para comparar
algunos rasgos, pero no otros).
Nunca en las clases que he impartido sobre teorías del parentesco
me ha preguntado nadie qué entendía yo por «madre»
cuando hablaba de maternidad. La dimensión todo-uso de Needham
es efectiva. Pero cuando pido a los alumnos y alumnas que definan
lo que «es» una madre me encuentro con al menos tres
tipos de operacionalizaciones distintas: (a) la mujer que está
embarazada y da a luz; (b) la mujer que te alimenta; (c) la mujer
que cuida y te quiere. Un mismo concepto («madre»),
tres definiciones (madres) diferentes. Seguramente, si a estos mismos
alumnos les pidiese que fuesen a la calle a buscar «madres»,
vendrían con personas distintas. Quizá tan distintas
que no tuviesen entre ellas nada que ver. Lo que para uno sería
una madre no lo sería en absoluto para otro. No se trata
ya de hacer comparación transcultural. Es que ni en Sabadell
buscarían lo mismo.
Algo similar ocurre en la etnografía. Geffray (1990)
concluye en su estudio sobre los Makhuwa de Mozambique que conceptos
europeos como «padre» o «madre» no responden
en ningún caso a universales culturales, aun cuando se utilizan
profusamente en la descripción de las categorías nativas.
Al igual que ocurre con «linaje», que determinados fenómenos
nativos puedan parecerse a otros no comporta que puedan encajarse
en los contornos de la misma definición (razón por
la que propone distinguir «adelfia» y «linaje»,
por ejemplo). Ann Waltner examina el caso de la China imperial,
donde existían ocho términos distintos para «madre»,
según se especificaba en las regulaciones el duelo: la madre
que te adopta (yang mu), la mujer legal del padre (ti
mu), la mujer legal del padre casada tras la muerte o el divorcio
de la primera esposa legal (chi mu), la concubina del padre
que no es tu madre biológica (birth-mother) y que
cuida de ti tras la muerte de ésta (tz’u mu), la madre
que se ha casado tras la muerte de tu padre (chia mu),
la madre que se ha divorciado de tu padre (chi mu), la
concubina del padre que puede o no ser tu madre biológica
(shu mu), y la concubina del padre que te ha amamantado
–breast-fed– (ju mu) (Cf. Waltner
1996: 71 y ss.). En otro orden de cosas, y a raíz, por
ejemplo, del impacto de las Nuevas Tecnologías Reproductivas
en el ámbito de las teorías del parentesco, se ha
vuelto a poner de relieve la problemática definición
de conceptos tales como «paternidad» o «maternidad»
(Edwards [et al]
1993; Stolcke 1987, 1988,
1992, 1998), revelando, entre otras cosas, la insuficiencia
del término «madre» para definir con precisión
(esto es, de-limitar) lo que Snowden y Snowden (1983)
o Stone (1997) consideran
al menos siete combinaciones posibles: Genetic mother, Carrying
mother, Nurturing mother, Complete mother, Genetic/carrying mother,
Genetic/nurturing mother, Carrying/nurturing mother. Stone
subraya, además, que los tres primeros términos podrían
aplicarse a una, dos o incluso tres mujeres diferentes. El problema
se agrava cuando lo que subyace es una premisa ideológica
que actúa como un pre-supuesto para el conocimiento: «madre
no hay más que una». Obviamente, el «problema»
no está ni en China ni en la tecnología, sino en el
substrato ideológico sobre el que se superponen, a menudo
de forma acrítica, los conceptos teóricos. |
Scneider at the core |
Salazar pone en mi intención
afirmar que “no podem aplicar transculturalment conceptes que
s’originen en les postres pròpies ‘convencions
socials i jurídiques’” y lo enlaza con el caso
concreto de la adopción: “la connexió del concepte
adopció amb el de parentiu el desqualifica com a concepte d’aplicabilitat
transcultural perquè (…) participa de la mirada etnocèntrica
sobre les relacions socials que sorgeix dels supòsits culturals
en què es basa la nostra noció de parentiu: la significació
cultural dels fets biològics de la reproducció (…)
aquest és l’error que (…) va cometre Schneider
en la seva crítica al concepte de parentiu. L’anàlisi
transcultural no es basa en conceptes aliens a tota tradició
cultural –cosa impossible, d’altra banda– sinó
en la identificació de semblances de familia entre els conceptes
d’una i altra tradició”. Debo insistir en que no
digo que sean inaplicables ni niego la “variabilitat etnogràfica
de la pràctica de l’adopció”. Lo que sí
sostengo es que pueden ser inaplicables y que, si tan diversas
son las prácticas, tal vez debamos replantear el concepto.
Es en el caso de que hagamos lo que Schneider dice que hacemos, proyección
etnosemántica, cuando los conceptos no valdrían. En
otras palabras: no podemos dar por supuesta su adecuación transcultural
(como tampoco podemos afirmar a priori su inutilidad).
Creo que conviene explicitar mi propia posición ante Schneider.
Dada la centralidad que su figura ha adquirido desde hace casi veinte
años en nuestro ámbito (incluso más allá
del terreno estricto del parentesco), quiero expresar mi acuerdo
con Holy (1996), González
Echevarría (2000),
Goodenough (2001)
y Scheffler (2001)
en su oposición a rechazar el parentesco como categoría
analítica, tal y como había sugerido Schneider en
1984. Desde mi
punto de vista, su crítica (que exhibe una lógica
acumulativa entre 1965 y 1984) es útil en la medida que supone
un aviso ante el riesgo de digerir acríticamente la herencia
teórica de una antropología del parentesco que se
había gestado en un ámbito cultural específico
(partiendo de la configuración social de ciertos hechos de
la naturaleza como principios organizadores) y que durante buena
parte del siglo pasado se constituyó en un dominio teórico
que traspasaba esas mismas concepciones a cualquier ámbito
del espectro etnográfico al que se aproximaba. Pero llevar
a Schneider a las últimas consecuencias puede tener un efecto
paralizante sobre la etnografía, lo que condiciona severamente
la posibilidad de continuar con la construcción teórica:
sin etnografía no se puede construir teoría, y
si eliminamos la comparación mutilamos la puesta a prueba
de nuestros enunciados hipotéticos.
Hay una curiosa ironía en Schneider que puede devenir, en
el fondo, un truismo: desde finales de los sesenta había
reaccionado con dureza frente a argumentos esencialistas que reducían
el parentesco a alguna de sus variables constituyentes (fuera la
biología –Gellner, de quién le molestaba especialmente
la conexión que establecía entre sistemas de parentesco
y los hechos de la reproducción humana–, su condición
de categoría lingüística –Beattie–,
la consustancialidad común de elementos simbólicos
como definidores de la consanguinidad –Pitt-Rivers–,
la condición genealógica del parentesco americano
–Goodenough–, etc.), pero casi siempre el denominador
común de la crítica es el mismo: la proyección
universal e indiscriminada de una característica culturalmente
específica que ni siquiera puede considerarse un hecho,
sino una premisa conceptual.
Así, contra más excesiva es la reducción,
mayor es el grado de extrapolación que requiere para su adaptación
transcultural. Tal vez desde la perspectiva de Schneider esta aparente
contradicción puede resolverse postulando la renuncia a la
segunda parte (la proyección), reservando la primera como
criterio para la investigación (la especificidad –a
fin de cuentas, considera el parentesco una manera particular de
concebir ciertas relaciones en un contexto socio-histórico
concreto–), pero ni en 1968, ni en 1972, ni siquiera en 1984
consigue disipar las dudas acerca de cómo los presupuestos
epistemológicos de ese pensamiento singular acaban por consolidar
su primacía de la manera en que se encuentran constituidas
en su ámbito contextual. Franklin y McKinnon le recriminan
precisamente esto al considerar que no clarifica suficientemente
la forma en que las representaciones biogenéticas se privilegian
en los Estados Unidos como criterio de determinación del
parentesco (2001:
14). Peletz le reprocha una metodología inconsistente de
investigación que le lleva a generalizar conclusiones sobre
la particularidad del parentesco como fenómeno cultural (incluso
en su estudio particular del parentesco americano– pasando
por alto, por ejemplo, que en el caso de los japonenes-americanos
de segunda generación las unidades culturales relevantes
no son los individuos, sino las familias–) y el excesivo grado
de uniformidad que Schneider atribuye a las culturas (1995:
347 y ss.), así como el menosprecio por todo lo que recuerde
a «parentesco», ignorando otras formas de vinculación
que pudieran ser relevantes en el seno del grupo. Scheffler le objeta
que es posible seguir hablando de parentesco desde una óptica
transcultural refiriéndose a la reproducción (Scheffler
1991; Galvin 2001).
Fogelson (2001)
lamenta su silencio ante críticas substantivas formuladas
a sus propuestas teóricas. Goodenough (2001)
desaprueba (a) la ligereza de Schneider en ignorar hechos universales
como que en todas las sociedades las mujeres traen hijos a mundo
y necesitan ayuda a la hora de criarlos (Parkin –1997–
ya había sostenido que todas las culturas tienen parentesco
en la medida en que todas imponen un cierto orden cultural sobre
los universales biológicos de las relaciones sexuales y la
reproducción), (b) su persistente confusión del significado
antropológico de la consanguinidad con el uso legal
y cultural que se hace de este concepto en Europa y América,
y (c) su negativa a aceptar la conveniencia de ciertos metaconceptos
como punto de partida para la descripción y la comparación
cultural. Feinberg (2001)
revela el sesgo anticientífico y postmoderno en sus supuestos
teóricos que inducen una distinción forzada entre
descripción y comparación. Weston (2001)
subraya que su énfasis en el análisis simbólico
ignora otros vínculos entre el parentesco y las esferas política
y económica, ocupándose poco (en la línea de
Firth) de las desigualdades sociales y el cambio social. Y Stone
(2001) teme la esclerotización
a que conducen sus postulados a la hora de plantearse reconducciones
teóricas en el parentesco.
Sea como fuere, Schneider ha supuesto un punto de inflexión
en la trayectoria histórica del parentesco. Parte de las
formulaciones teóricas posteriores se desarrollan al amparo
de sus postulados críticos (pensamientos feministas, gay
and lesbian studies, relatedness, etc.). Sin embargo, me parece
que estas tendencias recientes repiten en ocasiones viejos errores
por vías distintas. Si la proyección acrítica
de «sangre» o «consanguinidad» lastró
el valor comparativo del parentesco, no me parece que en algunos
estudios «sexualidad» u «orientación sexual»
acarreen un contenido semántico menos inducido culturalmente.
Esta condición invasiva puede matizarse desde el trabajo
de Héritier (1981
y 1994) y su reexamen
del incesto y la consanguinidad entre los Samo, por ejemplo. De
su lectura puede deducirse que en la aproximación a sociedades
no occidentales tendemos a imponer nuestra concepción clasificatoria
de los primos a nivel relacional. El matrimonio preferencial con
los primos cruzados (patrilaterales o matrilaterales, según
el caso) no puede considerarse «incestuoso» porque la
noción indígena de «consanguinidad» no
es la misma que la nuestra: la inmediatez del espacio relacional
tiene límites distintos. Así, el incesto de segundo
tipo podría leerse como una consecuencia más de las
nociones nativas de identidad y oposición. De modo que volveríamos
a la crítica de Needham (1971)
respecto a la formulación del incesto, en una paráfrasis
de lo que sí considera una condición universal: las
nociones de semejanza y diferencia. Si se extendiese relacionalmente
esta noción de identidad a operadores no necesariamente biológicos,
las relaciones más estrechas podrían serlo en función
de quienes comparten la misma comida, el mismo
espacio, la misma tierra, o un pasado similar. Y esto no
debería afectar al estatus ontológico de los marcadores
biológicos puesto que la cuestión no estaría
tanto en afirmar que en todas partes las mujeres tienen hijos, como
en ver si en todas partes todos los individuos nacidos de la misma
mujer tienen estatus similar o no, si un grupo de coesposas puede
constituir a todos los efectos un mismo vientre o no, o
si en todas partes se da un significado especial a quienes comparten
ciertas cosas (las mismas en todas partes, cualquiera que sea su
naturaleza) o no.
Por esta razón no me amparo en Schneider y su conocido aforismo
respecto al peso de la sangre sino al revés: temo que cuando
lo que está sobre la mesa es una determinada ideología
de la procreación (y eso incluye nociones folk sobre
consanguinidad y biología) a lo que se tienda sea a la desvirtuación
de la comparación cultural y de su valor, también,
como limitador de nuestros propios sesgos.
Creo, además, que el embate de Schneider contra el valor
comparativo de la Antropología tiene sentido si asumimos
las advertencias de Needham (1971
y 1974) respecto
a la solidez de los instrumentos y teorías que generamos
y desde los cuales nos aproximamos a la explicación de la
realidad empírica; pero sospecho que está sesgada
por una concepción exageradamente simbolista que le lleva
a descartar a priori cualquier posibilidad de formular enunciados
hipotéticos de alcance hologeista desde la antropología,
corriendo el riesgo de convertir la singularidad cultural por la
que aboga (especialmente en 1968 y 1984) en un ad hoc metodológico
y epistemológico que ni siquiera tome en consideración,
como han sugerido Scheffler (1973,
1991 y 2001),
Goodenough (2001)
o Stone (2001), la
existencia potencial de ciertos fenómenos de carácter
universal leídos en clave biológica.
Y esto nos lleva a otra consideración. Si no nos fijamos
únicamente en funciones biológicas (embarazo, parto)
sino también en la interpretación de estas funciones,
podemos encontrarnos con que se seleccionan los mismos «hechos»
biológicos (semen, sangre, leche) pero se establecen entre
estos y los comportamientos sociales correlaciones semánticas
particulares (San Román,
González Echevarría, Grau Rebollo, 2003). Así,
en mi opinión, tan «biológicas» serían
«nuestras» ideas genéticas sobre la concepción
(Barnes 1973; Schneider
1968 y 1984;
Strathern, 1992a y
b; Edwards [et al.]
1993) como la convicción de algunos grupos malayos en
que el niño o niña no comienza su gestación
en el vientre de la madre, sino en la cabeza del padre (según
su cosmovisión, los hombres tienen más racionalidad
que las mujeres), donde existe en forma líquida. Con el acto
sexual, el feto líquido se instala en la madre y permanece
allí hasta su alumbramiento (Stone
1997).
Por eso, en respuesta a Salazar, no acepto que todo es cultura,
ni que nada es universal (¿cómo podemos saberlo antes
de la comparación transcultural?). Creo que la comparación
es posible y necesaria, pero no puede hacerse convirtiendo premisas
en hechos ni asumiendo a priori la adecuación de
los conceptos (ni «nuestros» ni «suyos»)
o su absoluta inadecuación.
Dos últimas consideraciones para finalizar relativas a los
comentarios de Ortuño. En primer lugar estoy de acuerdo con
él cuando se lamenta de la escasa atención prestada
a Maine o Rivers cuando señalaban el carácter de ficción
jurídica de la adopción y de la inadecuación
de la sangre como cristalización del parentesco. Creo que
un análisis detenido de los pre-supuestos ideológicos
subyacentes, por ejemplo, en los textos de Martínez de Aguirre
(2001), Polaino
Lorente (2001a, b
y c) o Polaino, Sobrino
y Rodríguez (2001),
nos muestra que se ha leído poco a Maine y a Rivers, pero
tampoco mucho más a Goody, Brady o Goodenough. Y el uso de
conceptos como “legitimidad” que se esgrime en el reciente
debate abierto por la posibilidad legal de adoptar por parte de
parejas homosexuales lo pone aun más de relieve (véase
por ejemplo, Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal
Española, Matrimonio, familia y “uniones homosexuales”,
nº 13 y Comité Ejecutivo de la Conferencia Episcopal
Española, En favor del verdadero matrimonio, nº 3).
Sí, hablamos, también, de ideología.
En segundo lugar, no pretendo en absoluto “mostrar una actitud
neutra y equidistante” respecto a nada. Cuando aludo a la
falsa neutralización de los sesgos ideológicos lo
hago en referencia a la opinión expresada por varios informantes
respecto a que ellos no tenían ningún prejuicio frente
a las adopciones porque creían que la diferencia es un valor
positivo. Si hablamos juicios previos, tan prejuicioso (en este
sentido) me parece el rechazo a la diferencia como su sobrevaloración.
En otro ámbito, la xenofilia puede resultarnos más
confortable que la xenofobia, pero no constituye neutralidad. Y
no supone, per se el resultado de una posición más
crítica respecto a ninguna forma de alteridad. Nada que ver,
pues, con la condena de la lujuria ni los gregorianos.
Estoy convencido de que si, en ámbitos disciplinares, antes
de emplear los conceptos los definiésemos primero, como hace
Ortuño en su crítica, nos ahorraríamos muchos
problemas. Pero no siempre es así. No era mi intención
en el artículo llevar a cabo una reflexión exhaustiva
de la etnografía existente en la que se habla de adopción.
Mi propósito es otro: estar prevenidos contra una generalización
acrítica del concepto, y, al mismo tiempo, atentos a la homogeneidad
de los fenómenos que comparamos.
Una reflexión en voz alta para finalizar. Afirma Ortuño:
“El principio de imitación a la naturaleza sólo
se da, en todo caso, en las consecuencias de la filiación,
pero no en el proceso: mientras es fácilmente imaginable
que, en la naturaleza, se pueda engendrar sin mediar palabra, para
realizar la adopción en nuestros días hay que conceder
muchas entrevistas a la administración y a los psicólogos
enviados por ella”. Cuando hasta hace pocos días no
se contemplaba siquiera la posibilidad de que una pareja homosexual
adoptase (lo que no quiere decir que no existieran parejas homosexuales
con hijos adoptados) porque, como recoge Martínez de Aguirre,
son estériles y además, no son idóneas “para
proporcionar al niño adoptado un ambiente de humanización
y socialización adecuado”, ¿no estamos, más
que en las consecuencias de la filiación (que seguramente
también) en la raíz de su definición y en la
configuración de las condiciones de posibilidad del parentesco?
Lo que en cualquier caso me parece claro es que todo ello nos obliga
a pensar más detenidamente en la naturaleza de nuestra propia
ideología cultural y en la solidez del utillaje que disponemos
sin que ello signifique necesariamente abrazar los postulados de
Schneider. |
Bibliografia |
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1 - Refiere
al conocido aforismo de Gertrude Stein: «Una rosa es una rosa
es una rosa». [tornar] |
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