En 1971, el antropólogo
y jurista L. Pospisil contestaba a un discípulo de Bohannan
que sostenía que el “derecho” era un concepto
folk sin aplicabilidad universal, señalándole que
“la justificación del concepto ‘derecho’
no está en su existencia fuera de la mente humana, sino en
que tiene valor analítico y heurístico”, y añadía,
“puesto que los fe-nómenos de control social representan
a menudo un continuum en lugar de grupos cualitativos bien
diferenciados entre ellos, no pueden existir divisiones claras entre
las categorías que se refieren a los varios tipos de control
social” (Pospisil, 1971:
18-19).
Al leer el artículo de Jorge Grau no he podido evitar la
sensación de que este autor, al igual que le ocurría
al discípulo de Bohannan, tien-de a confundir lo que es un
concepto con lo que es un fenómeno. El primero se encuentra
sólo en la mente humana y su utilidad consiste en que permite
explicar, comprender o interpretar los fenómenos hallados
en la realidad.
No creo que sea necesario insistir, como hacía Vaihinger
en 1924, en que en la realidad no existe el “perro”
sino perros particulares, ni “hombre” sino hombres individuales.
Si definiéramos el concepto “perro” intentando
representar todos los rasgos de un perro determinado, por ejemplo
el pekinés, indicando su peso aproximado, talla, forma de
su cabeza y orejas, largura de sus patas, color del pelo, etc.,
estaríamos creando sin lugar a dudas un concepto que sólo
podría aplicarse al perro pekinés, pero que no serviría
para nada más. El concepto abstracto debe permitir referirse
a un campo mucho mayor de fenómenos aunque de antemano se
sepa que podrán tener grandes diferencias entre sí
(que no deberán ir contra el criterio definitorio, claro).
Ahí, precisamente, reside su utilidad.
En el sentido de lo que acabamos de señalar, el problema
del artículo de Grau sobre la adopción reside, a nuestro
juicio, en que no admite una definición simple y abarcadora
del mayor número de fenómenos, algo que sea del tipo:
“entendemos por ‘adopción’ la creación
de un vínculo de parentesco análogo al paternofilial,
con los derechos y obligaciones propios de esa relación,
entre personas que anteriormente carecían de dicho vínculo”
(si es que consideramos que es ése el rasgo fundamental,
“definitorio”); en lugar de ello, el autor parece esperar
que la definición del concepto haga alusión a los
rasgos que cree encontrar en esa institución tal como se
presenta actualmente en nuestra sociedad: relación irrevocable,
adoptantes jóvenes, adoptados de muy corta edad, etc.), es
decir, quiere que la definición se refiera al “perro
pekinés”. Como no podía ser de otra manera,
a continuación se lamenta de que ese concepto no tenga aplicación
universal y la conclusión que extrae sorprendentemente es
que el concepto no sirve: o todos los perros son como los pekineses
o no hay perros. Resulta evidente que el dilema con que se encuentra
consiste en que la primera definición del concepto no
se encuentra en la realidad (de ahí su validez) mientras
que la segunda no tiene aplicación universal.
Grau asegura, apoyándose en Needham, que “a menudo
incurrimos en el error de considerar idénticos fenómenos
diversos”, por el hecho de utilizar el mismo concepto para
todos ellos; es decir, que consideramos idénticos al pekinés,
lebrero, mastín, perdiguero, etc. por llamarlos a todos
“perro”. Es esa una afirmación que considero
difícil compartir. Cuando, por ejemplo, Robert Spencer introduce
el subtítulo de “adopción” en su etnografía
sobre los esquimales del norte de Alaska, lo hace de la forma que
precisamente propone Needham respecto al parentesco (Needham
1971: 4-5): sólo para adelantar al lector información
con objeto de que se haga una idea del tipo de relaciones que van
a aparecer a continuación en la descripción. Sería
absurdo que el lector pasara las dos o tres páginas diciéndose
para sí: “vale, los esquimales también hacen
adopciones, visto.” Ni el concepto lo permite ni esa era
la intención de Spencer al hablar de la adopción esquimal.
Si el lector pensaba que esa institución iba a ser “idéntica”
a, pongamos por caso, la adrogatio romana y que por consiguiente
se podía ahorrar la lectura de unas cuantas páginas,
es que ese lector no ha leído suficientes etnografías:
en otras palabras, el lector precisa de formación antropológica
(y, de paso, jurídica e histórica).
Al proseguir la lectura de esa etnografía, el antropólogo
estadounidense advierte que esa institución es muy común
en la sociedad esquimal, que los vínculos con la familia
natural del adoptado se mantienen, creando así relaciones
de alianza, que el adoptado se dirige y refiere a sus padres naturales
mediante los términos utilizados para los abuelos, que los
vínculos creados con esa institución proporcionan
ventajas para la subsistencia, etc. (Spencer,
1959: 69, 87 y ss). Leyendo la etnografía, nadie diría
que la utilización del concepto adopción ha entorpecido
la descripción etnográfica o su lectura.
Apoyándose en el convencimiento que tenía Schneider
de que todos los antropólogos anteriores participaban del
prejuicio de pensar que, en todos los lugares, La Sangre Es Más
Espesa Que El Agua, y que ese prejuicio fue lo que les llevó
a la creencia en la existencia de una Unidad Genealógica
de la Humanidad, fundamento de lo que entendemos por parentesco
(según Schneider), Grau asegura que “los as-if
kin” (ficticios, no consanguíneos) representan
un desafío a la noción clásica de filiación”,
ya que, durante muchos siglos, en Occidente sólo se ha permitido
la procreación biológica en el matrimonio, “de
modo que toda la descendencia unilineal de Ego debía ser
necesariamente consanguínea”.
De nada sirvió que Maine introdujera ese concepto (la adopción
como primera ficción jurídica; Maine
1861: 108 y ss) relacionándolo con la filiación
romana,(1) que Rivers
escribiera explícitamente que “por todos sitios encontramos
ejemplos espectaculares de que la paternidad y la maternidad no
dependen del parto y la procreación, sino de convenciones
sociales, y de que es evidente que la relación de
sangre es inadecuada como medio para definir al parentesco”
(Rivers, 1968: 52), que Fortes hablara
de la práctica entre los Tallensi consistente en que cuando
una mujer llevaba tiempo casada sin tener hijos podía mantener
relaciones extramatrimoniales y que los hijos que engendrara serían
hijos legítimos de su esposo (Fortes,
1949: 24), que Laura Bohannan advirtiera la entrada de las mujeres
en las genealogías de los patrilinajes Tiv (Bohannan,
1952), que Evans-Pritchard hablara del matrimonio entre mujeres
o entre una mujer y un difunto (Evans-Pritchard,
1992: 107 y ss; 1945: 31), etc.
A pesar de todas estas posiciones eminentemente jurídicas
frente al parentesco, Schneider continuó insistiendo en
que todos esos autores concedían importancia al parentesco
porque todos participaban del prejuicio de que la sangre es más
espesa que el agua. De un modo análogo, Grau sostiene también
que los parientes ficticios (as if kin), al no ser consanguíneos,
suponen una amenaza para la teoría clásica de la filiación;
pero una lectura de la bibliografía de los autores citados,
puede ayudar a ver que eso no es así.
Conviene detenerse y analizar la segunda parte de su frase citada
arriba, donde se refiere a que, durante siglos, la procreación
biológica en Europa sólo fue permitida dentro del
matrimonio, “de modo que toda la descendencia unilineal directa
de Ego debía ser necesariamente consanguínea respecto
a él (véase Goody 1983)”.
Esta frase nos va a permitir retomar el tema de la aplicabilidad
de los conceptos abstractos, al tiempo que nos permitirá
presentar la tesis de Goody sobre esa cuestión y ver que
ésta no avala la posición de Grau. De entrada conviene
recordar que la procreación dentro del matrimonio fue declarada
legítima, pero no por ello era necesariamente más
consanguínea (recuérdese el caso Tallensi).
Para atacar la institución de la adopción, nos dice
Goody, la Iglesia desarrolló, a partir de la reforma gregoriana
del s. XI, no una teoría de la consanguinidad, sino una
teoría de la legitimidad.
En su labor de dificultar la aparición de herederos legítimos,
la Iglesia lanzó un ataque frontal contra las diversas estrategias
utilizadas por las familias cuando se veían sin descendencia,
ya que, señala Goody, “prohibiendo el matrimonio entre
parientes cercanos, condenando la poliginia, el concubinato, el
divorcio y las segundas nupcias, se consigue que un 40 por ciento
de las familias carezcan de inmediatos herederos masculinos”
(Goody, 1983: 43-44); esos caso permitían
que sus patrimonios fueran alienados en favor de la Iglesia (Goody,
1983: 45-46).
Desde la perspectiva de un Ego varón, tan consanguíneo
es un hijo nacido dentro como fuera del matrimonio, pero con la
teoría gregoriana de la legitimidad éste último
quedaba inhabilitado para heredar.
Por otro lado, cambiando la forma de computar los grados de parentesco
— lo que por cierto llamó mucho la atención
de Morgan (1870: 25-26), quien consideró
que se trataba de un error “aunque sin consecuencias prácticas”—,
Goody demuestra que el objeto de ese cambio no era ni mucho menos
inocente, ya que también apuntaba en la dirección
de dificultar los matrimonios legítimos para reducir el número
de personas casables, y por lo tanto de obtener herederos legítimos
(Goody, 1983: 138). Vemos, por tanto,
que la utilización que hace Goody de términos supuestamente
“inútiles” (matrimonio, parentesco, incesto,
adopción, etc.) le permitió mostrar con claridad la
exacerbada lucha de poderes que estaba teniendo lugar a partir del
cambio de milenio. Y también mostrar que esa ideología
consanguínea que, aparentemente, caracteriza nuestra cultura
tiene que ver con aquella campaña que la Iglesia, en defensa
de sus intereses políticos y económicos, realizó
en favor del “parentesco ‘natural’, las relaciones
de ‘sangre’, la ‘consanguinidad’”
(Goody, 1983: 101) y que le permitió
eliminar un buen número de instituciones fuertemente arraigadas
en la sociedad mediterránea y europea.
En resumen, los as if kin no habían sido una amenaza
a la noción clásica de la filiación sino justo
lo contrario: la amenaza era la ausencia de descendencia, y las
ficciones jurídicas una de las soluciones.
En ese contexto, también es criticable la toma de posición
de Grau cuando, con el objeto de mostrar una actitud neutra y equidistante,
señala que una “actitud declaradamente favorable a
la adopción no neutraliza necesariamente los sesgos ideológicos”,
ya que pueden constituir una “fuente de valoración
tan acrítica” como la defensa a ultranza de la biología.
Pero, ¿en qué consiste esa “actitud declaradamente
favorable a la adopción”, sesgada y acrítica?,
¿acaso en admitir la adopción como forma de tener
hijos legítimos? ¿no considerar que los hijos fuera
del matrimonio o adoptados sean “hijos de la lujuria”
como aseguraban los gregorianos? ¿admitir el principio de
igualdad entre los hijos y no diferenciar entre ellos?. Por añadidura,
Grau hace esa afirmación después de presentar las
extravagancias teóricas de Kadushin quien, ignorando la práctica
de la adopción en el mundo y las posibilidades que ha ofrecido
a algunos pueblos para la alianza (Spencer, op.cit. para los esquimales;
Radcliffe-Brown, 1924: 72 para
los andamanes), considera, respecto a la adopción, que hay
un “consenso general” en tres directrices: 1) que es
mejor que el niño se quede con su familia, 2) que, llegado
el caso, es mejor que se quede en su etnia o religión y 3)
que debe imperar el bienestar del niño por encima de cualquier
otra consideración; sin embargo, a pesar de la importancia
mayor atribuida a esta última premisa, ese autor la coloca
en último lugar. Pese a que lo ignore Kadushin, la práctica
de las adopciones en numerosas culturas ha tenido lugar, con frecuencia
y como ocurre con los matrimonios, entre grupos sociales distintos;
esa es, precisamente, una de las características de la reciprocidad.
Tampoco convence que Grau se sorprenda de que los adoptantes “desdibujen
la diferencia y acentúen el carácter impuesto de la
distinción entre lo propio y ajeno”, ya que sorprenderse
en esto equivale a participar del prejuicio de que La Sangre Es
Más Espesa Que El Agua, pues parece que si alguien se comporta
según otro criterio debe ser porque está aquejado
de sesgos ideológicos. Sin embargo, debiera invitar a la
reflexión el que todos los adoptantes insistan en desdibujar
esa diferencia, y sobre todo debiera llevar a replantear conceptos
como “el substrato de nuestro imaginario
colectivo” utilizado por Grau acríticamente, porque
nuestra sociedad tampoco es tan homogénea.
Para acabar, considero que la parte más débil de
su artículo consiste en su confusión, ya aludida,
entre concepto y fenómeno. Frente a un estereotipo de la
adopción occidental (adoptantes jóvenes, niños
de muy corta edad, irreversibilidad del acto constitutivo, carácter
vitalicio de la relación, imitación biológica
del instituto, etc.) coloca lo que para él es una enorme
diversidad de prácticas culturales, diversidad cuya existencia
misma, según él, invalida la utilidad del concepto.
Y esto a pesar de que ninguno de sus ejemplos atenta contra la definición
de la adopción comúnmente utilizada en la literatura
jurídica y antropológica. Tampoco presenta ninguna
ilustración que explícitamente señale que
el vínculo creado mediante la adopcion no pretenda
ser vitalicio [el caso Ndowé parece ser acogida (fosterage),
la cual debe ser distinguida de la adopción, tal como advierte
Goody (1976: 69)]; cosa distinta
es que en la práctica, como tampoco ocurre entre nosotros,
lo adopción sea realmente irreversible: en derecho no existe
la irrevocabilidad absoluta sino sólo relativa (Requejo
Pagés, 1989: 75-76); como dice Requejo, la irrevocabilidad
absoluta sólo pertenece al orden lógico, mientras
que en el mundo jurídico sólo existen “grados”
de irrevocabilidad: “allí donde existen grados de irrevocabilidad,
allí hay jurisdicción” (Requejo
Pagés, 1989: 90-91).
Desde que Justiniano instauró el principio adoptio imitatur
naturam (lo que no llevó a sus últimas consecuencias,
ya que siguió permitiendo la adopción a los incapaces
y a los solteros entre otros; Moreno
1983: 12), la adopción ha presentado variantes bien distintas
entre nosotros, aunque sólo tengamos en cuenta las habidas
tras su reintroducción con el Proyecto de Ley de 1851. Desde
entonces:
- ha sido recogida en el código la revocación explícita
de la adopción (Ley García Oliver de 1937, art.
12)
- ha sido posible, y sigue siendo, su impugnación por el
adoptado, pudiendo causar con ello su extinción indirectamente
mediante una nueva adopción (Ley 1987, art. 179.1), o por
los padres naturales de éste, revocándola (Ley
de 1958, art. 175.21º y Ley de 1970 art. 177.3.2º) o
declarando su nulidad (Ley de 1987 art. 180.2)
- se ha fomentado la adopción de los hijos naturales con
objeto de mejorar su estatus (Ley de 1970, art. 172.4) o, por
el contrario, se ha hecho innecesario ese procedimiento al adecuar
el código a la Constitución (art. 14) e introducir
el principio de igualdad jurídica de los hijos
- todos son legítimos— (Ley de 1981) o prohibido
explicitamente la adopción de descendientes naturales (Ley
de de 1987)
- se ha situado la edad mínima del adoptante en 50 años
(Proyecto de Ley de 1851), lo que atentaba contra el principio
de imitación a la naturaleza, o se ha rebajado a 25 años
(Ley de 1987), lo que, al introducir el principio de comunidad
de intereses del matrimonio (Ley de 1970 y todas las posteriores),
que permite que sólo uno de los cónyuges tenga la
diferencia de edad exigida respecto al adoptado, crea la posibilidad
de que la madre tenga una diferencia de seis años o menos
respecto al adoptado, atentando nuevamente contra el célebre
principio de imitación natural.
- se ha dado la posibilidad de la adopción post-mortem
(parecido al ghost-adoption del que habla Goody), cuando
el adoptado es el hijo del propio cónyuge (Ley 1987, art.
176.3).
— Es posible la adopción de mayores de edad y menores
emancipados, cuando estos sean hijos del cónyuge o hayan
tenido una larga convivencia con el adoptante (Ley de 1987 art.
175.2).
- En ocasiones ha sido necesario el permiso del cónyuge,
pero a partir de la Ley de 1987, ello ha sido innecesario cuando
se esté en trámites de separación.
— Ha sido hecho posible la adopción para solteros
y parejas de hecho, abriendo con ello la posibilidad de que adopten
también las parejas homosexuales, aunque esto todavía
de forma encubierta (Ley de 1987).
- Existe la posibilidad lógica en nuestro código,
de que puedan ser adoptados los no natos, ya que, aunque la capacidad
jurídica viene determinada por el nacimiento, el art. 29
del CC dice que “el concebido se tiene por nacido para
todos los efectos que le sean favorables”, y la adopción
podría interpretarse como uno de éstos.
- Se ha permitido la adopción a los eclesiásticos,
recurso que estuvo prohibido antes de la Ley de 1987. (Para todos
estos casos, ver Feliu Rey, 1989:
90-93, 97, 101-103, 113, 122, 205, 212-213)
Es evidente que, si aceptásemos la tesis de Grau, tampoco
podríamos utilizar el concepto cuestionado ni para referirnos
a “nuestra” institución: tampoco vale para nosotros
la definición del “pekinés”.
El principio de imitación a la naturaleza sólo se
da, en todo caso, en las consecuencias de la filiación, pero
no en el proceso: mientras que es fácilmente imaginable que,
en la naturaleza, se pueda engendrar sin mediar palabra, para realizar
la adopción en nuestros días hay que conceder muchas
entrevistas a la administración y a los psicólogos
enviados por ella. Ello es así porque, a diferencia de lo
que ocurría en todas las demás culturas donde se
ha practicado la adopción, en nuestra sociedad esa institución,
y el Derecho de Familia en el que se encuadra, ha sido excluida
por el Estado del Derecho privado, ya que el Estado, heredero del
papel desempeñado por la Iglesia, desconfía de las
prácticas de alianza y reciprocidad realizadas al margen
suyo, y por consiguiente las obstaculiza. Esto se desprende de lo
que señala la jurista Moreno, al referirse al error de considerar
la adopción como un contrato, como hacían los juristas
del s. XIX,
Falta, en materia de estado de las
personas un poder de disposición privado; por lo tanto, el
elemento primordial de la figura del contrato. Dado que las partes
pueden moverse por intereses egoístas, lo que intenta tutelar
la Ley es un interés superior familiar. (…) La función
de la Corte al pronunciar la adopción no es sustitutiva de
la voluntad privada jurídicamente ineficaz, como puede ser
la voluntad del representante legal del incapaz, ni es integrativa
de un poder incompleto de representación. La Corte desarrolla
una función de centro de la legalidad del acto, es cierto;
pero su tarea no se agota al conceder una autorización al
nacimiento del acto; porque en cambio lo que hace la Corte es dar
vida al acto, y es la Corte la que pronuncia la adopción.
(Moreno Flórez, 1983: 59-60)
En esto último es donde se encuentra, a nuestro juicio,
la auténtica diferencia de nuestra institución con
las adopciones en las culturas referidas por Jorge Grau en su artículo.
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