Renato Rosaldo plantea en
Cultura y verdad que en películas como Pasaje
a la India o Los dioses deben estar locos, se crea
una atmósfera de nostalgia en la cual las relaciones de dominio
y subordinación de las sociedades coloniales logran parecer
algo inocente y puro. Es lo que él denomina la nostalgia
imperialista: cierta añoranza por la cultura colonizada
como era ‘tradicionalmente’, cierto interés
por encontrar aquellos rasgos culturales que la cultura colonizadora
destruyó. Algo de ello había en el empeño de
los folcloristas y escritores románticos, eruditos urbanos
que buscaban en el mundo rural lo que el avance urbano derrumbaba.
Algo de ello había también en la antropología
social británica cuando se fijó en el Mediterráneo.
Actualmente, la “antropología mediterraneísta”,
como la denominó críticamente Michael Herzfeld, está
siendo sometida a una constante y minuciosa revisión. Una
buena muestra de ello es el grueso volumen editado por la Maison
méditerranéenne des sciences de l’homme
de Aix-en-Provence en 2001. En el Estado Español esto no
representa en absoluto ninguna novedad. La mirada crítica
sobre la antropología mediterraneísta ha sido una
constante ya desde la Primera Reunión de Antropólogos
Españoles, celebrada en Sevilla en 1975, donde un concepto
clave de la antropología mediterraneísta como es el
de comunidad era escrupulosamente examinado por Joan Frigolé,
Jesús Contreras y Ignasi Terradas, hasta la doble colonización
de la antropología andaluza de la que hablaba diez años
después de aquella reunión Isidoro Moreno en estas
mismas páginas (ver: Quaderns de l’ICA, núm.
5). El libro Antropología de los géneros en Andalucía
de Carmen Mozo y Fernando Tena se encuentra en esta misma tradición,
pero hay que decir que, en nuestra opinión, supera a todos
los trabajos anteriores.
Carmen Mozo y Fernando Tena, en un libro cautivante y necesario,
plantean lo que en pocas palabras podríamos denominar, siguiendo
a Rosaldo, la nostalgia patriarcal de la antropología
mediterraneísta en Andalucía. Su trabajo se fundamenta
en una receta sólida: únase Edward Said (la literatura
romántica de viajes produce y difunde una consciencia geopolítica
acerca de lo que Oriente es) y Henrietta Moore (el problema
del androcentrismo no es tanto un problema de ausencias cómo
de representación), aplíquese esto a Andalucía
(acerca de lo que la mujer andaluza es) y se obtendrá
un punto de partida firme y contundente para analizar tanto la literatura
de viajes de la segunda mitad del XIX cómo la antropología
del Mediterráneo de un siglo después.
El libro está estructurado en tres partes, aunque la tercera
sea más bien una conclusión. La primera, “La
construcción de la imagen romántica de Andalucía:
sexos, géneros y sexualidades de un pueblo «atrasado»”,
analiza la creación de una determinada imagen orientalizante
de Andalucía, paradójicamente una de las regiones
más occidentales de Europa en términos geográficos,
en escritores del siglo XIX como Irving, Mérimée,
Ford o Borrow. Muestra su influencia sobre los antropólogos
mediterraneístas, cómo demuestra la persistencia del
adjetivo bakcward societies en obras como la de Bandfield.
La segunda parte, “Andalucía en el contexto de la antropología
del Mediterráneo: sexos, géneros y sexualidades”
se centra en el análisis crítico de la antropología
del Mediterráneo, que, como todo el mundo sabe, tiene su
punto de partida en la monografía de Pitt-Rivers sobre Grazalema
(a pesar de que, ya antes, antropólogos franceses como Laoust
o españoles como Caro Baroja hubieran trabajado en la región,
aunque sin alcanzar la repercusión de los trabajos de Pitt-Rivers).
En esta segunda parte, sin olvidar el reconocimiento debido a los
grandes méritos de todos estos autores, se somete la antropología
mediterraneísta a una relectura en clave feminista que pone
al descubierto el sesgo androcéntrico de trabajos como los
de David Gilmore o Stanley Brandes. Pero también los análisis
surgidos de la antropología feminista, como los de Jane Collier,
que en los años sesenta veía a las mujeres de Los
Olivos, un pequeño pueblo de la Sierra de Aracena (Huelva),
bajo el mismo prisma androcéntrico del síndrome del
honor y la vergüenza descrito por Pitt-Rivers y las calificaba
de “típicas representantes de la cultura mediterránea”.
Como bien indican Mozo y Tena se da la paradoja, ya señalada
antes por Llobera, Pina-Cabral y otros críticos, de que el
Mediterráneo como área cultural es un concepto no
mediterráneo. Decir entonces en qué consiste la antropología
del Mediterráneo es algo más difícil de lo
que inicialmente podría parecernos. En las publicaciones
recientes, los más veteranos como John Davis o Anton Blok,
quizás un poco cansados de tanta controversia sobre el tema,
acaban por decir que la antropología del Mediterráneo
es sencillamente aquello que hacen los antropólogos en el
Mediterráneo. Nunca fue fácil explicar qué
diablos hacen los antropólogos, pero en este caso la pregunta
se traslada como los tropos de James Fernández hacia otra
interrogación: ¿quiénes son tales antropólogos
del Mediterráneo? Basta echar un vistazo a escaparates de
tiendas de cosméticos para ver que cualquiera puede apropiarse
del término Mediterráneo.
Carmen Mozo y Fernando Tena nos ofrecen en este libro un análisis
novedoso y agudo de una buena selección de jugosa escritura
(del género de viajes como La Biblia en España
de Borrow, de ficción como Carmen de Mérimée,
o antropológica como Un pueblo de la Sierra:
Grazalema de Pitt-Rivers) demostrando una vez más la
finura de la línea que separa la literatura de la antropología.
Mozo y Tena lo plantean con suma elegancia cuando dicen que: “el
problema que se plantea no gira en torno a la veracidad de los datos
sino a su significación. Relatos y etnografías se
limitaron a reproducir los discursos sociales hegemónicos
–como nociones de sentido común– en lo relativo
a los sexos y a la sexualidad encontrados en y/o transferidos al
pueblo andaluz y a las localidades locales estudiadas” (pág.
169).
Pero el dato esencial que se desprende de este trabajo, y en el
que radica su originalidad, es que en buena parte la antropología
del Mediterráneo, aunque aquí se limita al caso de
Andalucía, se caracteriza por una confluencia de etnocentrismo
y androcentrismo. Esto estaba presente ya en los viajeros románticos
que acuden a Andalucía durante el siglo diecinueve, pero
persistirá en los antropólogos que un siglo después
acudirán a los pequeños pueblos de Andalucía
desde sus universidades británicas primero y norteamericanas
después.
En la primera parte del libro se sostiene que en el siglo diecinueve
los viajeros europeos, pero fundamentalmente ingleses, aprovechando
el desarrollo de las comunicaciones ferroviarias, se acercan a Andalucía
donde no había llegado la senda del Grand Tour.
Detrás de la curiosidad y la persecución de la originalidad,
los viajes a Andalucía están impulsados por el interés
estratégico de la región, por el control del tráfico
marítimo de entrada al Mediterráneo y por explorar
las posibilidades de explotación de sus recursos naturales.
En este sentido, un viajero como Richard Ford habla, en 1845, de
Andalucía como una “tierra virgen”. Mozo y Tena
nos descubren aquí una primera conexión entre etnocentrismo
y androcentrismo: en el proyecto colonizador, el hombre occidental
penetró geografías para él recónditas,
paradisíacas, “unas tierras sexuadas (femeninas) en
estado «natural» (vírgenes) serían transformadas
por la masculinidad «civilizada» del hombre occidental”
(pág. 34). Al mismo tiempo se inferioriza a la mujer andaluza
a través de su sexuación. Frente al modelo de mujer
y de feminidad que imponía la ideología victoriana,
una mujer débil, pasiva, doméstica, en el otro extremo,
la literatura de viajes descubrirá en Andalucía “una
«raza» de mujeres bellas, desinhibidas, con conductas
poco adecuadas al decoro «natural» femenino, con mirada
«oriental»” (pág. 63), el paradigma de
la cual será Carmen, la andaluza más famosa
aún hoy en día.
Curiosamente, como señalan Mozo y Tena, todo lo que de sensualidad
y desinhibición se atribuye a la mujer andaluza en el diecinueve
se transformará en castidad y continencia en el veinte, para
cumplir escrupulosamente con lo que se espera que sea la mujer mediterránea
según el canon de la antropología mediterraneísta:
“La mujer andaluza se convertirá en una esencializada
representante de la cultura mediterránea (...) una mujer
casta, un modelo de casada obesa, que no ha oído hablar de
emancipación, educación o liberación sexual,
recatada en sus comportamientos, vestida con ropas oscuras para
ocultar su cuerpo y que, en definitiva, manifiesta con el decoro
el valor de su pureza sexual, su «vergüenza», que
constituye la base de la posición moral de su familia en
esta sociedad «tradicional»” (pág. 164).
Para Mozo y Tena, esto responde a una naturalización de
las relaciones de dominación entre sexos llevada a cabo por
los antropólogos mediterraneístas que a su vez se
debe a la asociación de etnocentrismo y androcentrismo que
está en la base de tal antropología. Las desigualdades
entre hombres y mujeres, se preguntan Mozo y Tena, ¿son mayores
en la sociedad andaluza que en otras sociedades?: “Lo cierto
es que ese presupuesto tiene una funcionalidad en el contexto que
lo elevó a hecho social probado: la de confirmar la superioridad
cultural implícita en la visión que tienen los investigadores
de sus propias sociedades, supuestamente ajenas a tales generalizaciones”
(pág. 139). Y así llegamos a la que, según
nuestra lectura, es la raíz del problema y la mayor aportación
de este trabajo, una aportación muy importante a tener en
cuenta en el contexto de la crítica que de unos años
hacia aquí, sobretodo desde la publicación en 1987
de Anthropology throught the Looking-Glass de Herzfeld,
se está haciendo a la antropología mediterraneísta.
Porqué más allá del clamoroso desconocimiento
de las tradiciones intelectuales locales del que se ha acusado a
gran parte de esta antropología, hecho que ya denunció
Llobera en La identidad de la antropología, incluso
más allá de la ignorancia de la historia que llevó
a planteamientos ahistoricistas a muchos de estos antropólogos
británicos y norteamericanos, como queda sobradamente demostrado
en Antropología de los géneros en Andalucía,
este libro nos ilumina sobre el problema principal que planea sobre
esta antropología: la nostalgia del patriarcado.
La nostalgia del patriarcado explica la obsesión antropológica
por el estudio del honor y la vergüenza. Para refrescar la
memoria bastará con recordar que, tal y como lo describieron
antropólogos mediterraneístas, este complejo parte
de la idea que el honor de un hombre descansa sobre la castidad
sexual de su madre, su hermana y su esposa. La reputación
de la familia depende por lo tanto de la vergüenza (sexual)
de la mujer y la capacidad del hombre de defenderla, incluso por
la fuerza. Esta cuestión ha suscitado un incontable número
de páginas antropológicas, algunas de ellas de gran
calidad, por cierto. Como también son de gran calidad algunas
de las críticas que este debate ha generado. Esta ahora no
es la cuestión. Lo importante a destacar es que, del mismo
modo que la nostalgia imperialista hecha de menos aquello
que aborreció y se afanó a destruir, la nostalgia
patriarcalista, digámoslo así, lleva a buscar
en las sociedades mediterráneas aquellos modelos hegemónicos
de dominación masculina que estaban siendo puestos seriamente
en cuestión, sino desapareciendo, en las sociedades de origen
de los investigadores, sobretodo en los ambientes universitarios,
por influencia de los movimientos feministas: “Y fueron precisamente
ambos modelos” (la vergüenza de la mujer casta y el honor
del hombre viril) “los que vinieron a buscarse a Andalucía,
una sociedad que todavía no había cambiado,
una sociedad tradicional, una sociedad, en definitiva primitiva.
Si existían o no transgresiones y/o alternativas a esos modelos
es algo que nunca sabremos leyendo las etnografías de estos
antropólogos puesto que los intereses implícitos que
motivan las investigaciones no sólo reifican ciertos temas
sino que también ocultan otros” (pág. 101-102).
Aquí es donde se muestra claramente la conexión entre
etnocentrismo y androcentrismo. Un etnocentrismo que trata de primitivizar,
y a veces infantilizar, las culturas del Mediterráneo y un
androcentrismo que contempla las relaciones de género en
el Mediterráneo desde el prisma de la ideología burguesa
victoriana de la castidad femenina. Un concepto como el de honor,
nos explican Mozo y Tena, tenía para Pitt-Rivers, en 1954,
claros “armónicos arcaicos” y aún así
lo usó como marcador de la masculinidad andaluza, cosa que
demuestra su intención, consciente o no, de aplicar un tratamiento
arcaizante, como hacen los anticuarios para vender un mueble nuevo
por viejo, sobre la sociedad andaluza. De hecho, ya Herzfeld nos
recuerda que el término onore se oía por
los teatros de ópera mucho antes de ser transportado a las
sociedades mediterráneas.
En el convulso siglo diecinueve los viajeros románticos
fueron a Andalucía en busca de una naturaleza perdida, el
viaje se convierte en una huida, en una evasión. También
en el siglo veinte los antropólogos viajan a Andalucía,
curiosamente a pequeños pueblos alejados de bullicio urbano:
“los antropólogos pretendían encontrar en los
pueblos rurales andaluces aquello que pensaban como definitivamente
ausente de sus sociedades: la tradición –frente a la
modernidad–, la cohesión de la comunidad –frente
al individualismo–, el «cálido» ambiente
de la Andalucía rural –frente a la «fría»
sociedad industrial (...) si bien podemos decir que la geografía
andaluza y sus habitantes fueron primitivizados, también
es cierto que se evocan con fascinación y nostalgia”
(pág. 158). ¿Nostalgia de qué? Quizás
los viajeros románticos sintieran nostalgia al contemplar
la ‘reseñorización’ que se produce tras
la desamortización. En cuanto a los antropólogos mediterraneístas,
Mozo y Tena son concluyentes: “a partir de que los movimientos
feministas denunciaban y criticaban el patriarcado en los países
de origen de los investigadores, éstos situaron fuera de
sus fronteras geográficas, étnicas y de clase (...)
formas de organización social arcaicas que fueron a buscar
a Andalucía para su re-creación. Si el mundo anglosajón
se cuestionaba el patriarcado, encontrarlo tan vigente e incardinado
en la cultura andaluza constituyó una nueva vía –reciclada–
de inferiorización” (pág. 171).
Carmen Mozo y Fernando Tena demuestran en este libro una envidiable
capacidad y valentía crítica. Van a necesitar mucha
más si, como prometen al final de su libro, su próximo
objetivo son los discursos sobre Andalucía generados por
los propios científicos sociales andaluces y ojalá
también del resto del Estado. Un poco de autocrítica
no nos vendrá nada mal. De momento, debemos felicitarnos
por la aparición en nuestro panorama intelectual de un libro
que debe ser puesto al lado de obras tan importantes como las que
han impulsado a Mozo y Tena a escribir Antropología de
los géneros en Andalucía, o al menos al lado
de obras críticas como la de Michael Herzfeld. |