En una reciente revisión
de la bibliografía recomendada en los diferentes programas
de las asignaturas de antropología social de la UAB descubrimos
con asombro que Claude Lévi-Strauss había prácticamente
desaparecido de las listas. ¿Qué había pasado?
¿Por qué de ser una de las referencias obligadas de
los 70 y los 80 había pasado de moda a principios
de los 10? ¿Por qué había dejado de ser una
fuente de inspiración en los temas antropológicos
y en sus tratamientos, sobretodo habida cuenta de su influencia
en otras disciplinas? La respuesta es difícil, pero ensayemos
ésta: equivocado o no, Lévi-Strauss afirmaba alguna
cosa sobre el mundo, sobre los fenómenos culturales, en lugar
de abandonarse, sumergirse, desaparecer en los supuestos universos
de significados del Otro. El intento de hacer modelos parsimoniosos
de la realidad en lugar de afirmar la infinita complejidad de la
cultura, su carácter inefable, decididamente está
(¿o estaba?) pasado de moda.
Personalísimo o no, el método estructural leviestrosiano
constituye una guía heurística para la ordenación
de la cultura y, por las razones que sea, este método en
manos de su alumno, Jean Monod, permite entender de manera convincente
las subculturas de las bandas juveniles en el París de principios
de los 60 y sus relaciones mutuas. Voyous, Esnobs, Dandies
y Beatniks no sólo se oponen al trabajo adulto,
que les espera, y a la familia, que los prepara insuficientemente,
sino que construyen su subcultura entre esos dos mundos, estableciendo
límites simbólicos en el lenguaje (barjot,
inversión de jobard, loco, desviado a su vez) y
en la vestimenta y afirmándolos a su vez con la violencia,
no sólo ritual. Los sujetos etnológicos cambian pero
la cultura es la misma en todas partes, parece afirmar el libro
de Monod, así como las Mitológicas afirman
que todos los mitos intraducibles de zonas desconectadas del mundo,
y sin embargo idénticos, son, en realidad, la expresión
de la unidad de la cultura humana, de la significación y
del lenguaje.
Pero sería injusto considerar esta obra como una mera exploración
de las potencialidades del método estructural a las tribus
urbanas de mediados del siglo XX, de París en este caso.
No sin razón, Carles Feixa y Oriol Romaní catalogan
en el prólogo de “clásico” el trabajo
de Monod. Es clásico, efectivamente, y lo es por una multitud
de razones. En primer lugar, porque fija los límites del
objeto de estudio y las líneas maestras de su desarrollo.
El fenómeno de las bandas juveniles hay que situarlo primordialmente
en el campo de la cultura y no en el de la delincuencia o las deficiencias
del sistema. Las bandas juveniles son, negándola, la expresión
de la sociedad. En segundo lugar, porque el mecanismo creativo fundamental
para la construcción de estos estilos de vida es la inversión,
la oposición. Un juego de oposiciones, interno y externo,
en constante transformación. Ahora bien (y ésta es
la tercera razón), el libro de Monod es clásico porque
tiene razón avant la lettre: hay que examinar simultáneamente
el campo y el habitus para entender un fenómeno
social (Bourdieu sí está de moda). Y Monod es implacable
en esto: las pandillas, más allá de su exhibicionismo,
son básicamente grupos de individuos ociosos. Si
son de clase social baja o marginal saben perfectamente que “(...)
la insuficiencia de los ingresos obtenidos por el trabajo –
incluso continuado y regular, y de jornada completa – obligaba
a buscar otras fuentes accesorias. Todos se negaban a perder la
vida para ganársela. Además, les bastaba ver a sus
padres para comprender que los que trabajan son pobres, mientras
que –pensaban—cuanto más rico es uno, menos trabaja.
Comenzaban, pues, por no trabajar.” (pág. 223-224).
En cambio, para los beatniks, hijos de otras clases y con
otros niveles de ingresos, “si el ideal estético es
no dedicarse a ningún trabajo –o a ninguna obra—sin
por ello dejar de vivir, los beatniks de posición más
elevada son aquellos que encuentran sus principales fuentes de ingresos
dentro del mismo medio que forman” (esto es, revendiendo drogas
a sus congéneres, Cf. pág. 187).
Estos jóvenes son, además, los valedores entusiastas
de una estrategia del mismo capitalismo avanzado que pretenden negar:
el consumo de la industria de las diversiones.
En el estado actual de la sociedad, los jóvenes constituyen
una clase no como productores, sino como consumidores; para las
diversiones, no para el trabajo. Dejando esto sentado de una vez
para siempre, la cuestión es adaptar al máximo a los
jóvenes a esta situación limitada. Los métodos
son conocidos; son los mismos practicados en las empresas con la
complicidad de los sociólogos, psicólogos y psicólogos
sociales. Para que los jóvenes “se adhieran”
al mundo nuevo construido tomándolos como base, sus necesidades
han de verse constantemente solicitadas; y deberá administrárseles
a dosis masivas potentes y reiteradas, el alimento cultural que,
en suma, ellos mismos creerán estar fabricando. ¿Acaso
no es “hacer música” girar el botón del
transistor? Todos son a la vez productores y consumidores [...]
en un frenesí colectivo y un clima de “participación”
que define muy explícitamente el “salvajismo”,
en su versión occidental; todos, el ídolo y el fan.
(pág. 163)
El campo de los estilos de vida posibles nos ayuda a colocar
los discursos en su sitio. Pero la originalidad de Monod no acaba
aquí. Monod explora concienzudamente los avances teóricos
que pueden hacerle entender mejor su objeto de estudio, muy especialmente
el análisis de redes sociales. La influencia del libro de
Whyte, Street Corner Society (1943)
es patente en muchas partes de la obra: en la sucesión de
personajes, en el intento de hacer un análisis de las posiciones
sociales y los sistemas de influencia. Aunque menos explícita,
la influencia de Homans, The Human Group (1950)
también se hace notar en su intento de establecer los límites
internos y externos de las bandas. Si estos intentos vienen de la
sociología recién constituida, el análisis
de las redes de alianzas de las bandas parisinas es, en gran parte,
una trasposición del análisis de las redes de alianzas
de tribus gouro de la Costa de Marfil ensayadas por Meillasoux en
1964. Aquí y allá, los resultados no pasan de un mapa
con líneas diferentes. Y es que a las formidables intuiciones
le faltaban el aparato técnico que sólo ahora empezamos
a esbozar para poder obtener respuestas a las dinámicas de
formación, conflicto y disolución de los grupos, camarillas
y bandas, en permanente composición y descomposición.
No obstante, las múltiples afiliaciones de un individuo es
efectivamente el punto de partida para afrontar el análisis
de las estructuras sociales, parafraseando a Simmel y su Conflict
and the Web of Group-Affiliations [1922].
Por último, el libro de Monod es clásico porque es
inclasificable. La influencia de Lévi-Strauss no sólo
se ve en el método estructural sino en el dominio del lenguaje.
Monod alterna capítulos de impecable desarrollo académico,
basados en ingratas recolecciones de datos (como los francos que
gastan de media o los días pasados en la cárcel),
con relatos realistas que arrebatan al lector como si de una novela
de intriga se tratase. Es cierto que aquí se adelanta también
a las narrativas antropológicas que han caracterizado el
final de siglo, por ello no insistiremos. Pero es que Monod no se
queda aquí, no se limita a seguir al maestro en el método,
a ser un académico concienzudo, a intentar estar a la altura
en el uso del lenguaje, sino que se permite componer una obra coral
que trasmite mensajes más allá de la suma de las partes.
Como en los mitos, los mensajes están más allá
de lo dicho, en la estructura del relato. En ningún lugar
está escrito pero sin embargo Monod se venga de sus personajes,
que a su vez intentaron aprovecharse de él. O al menos se
venga de Freddy: tullido, retorcido, esquivo cobarde, marrullero
... ¿qué quién es Freddy? Amigos, hay que leer
a Monod para saberlo ...
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